Eclesiastés, 11, 9-12, 8;
Sal. Sal. 89;
Lc. 9, 44-45
Cada momento de la vida tiene su intensidad y sus características propias. No es lo mismo la juventud que la madurez, la vida de un niño que la vida de un anciano. Pero cada momento tiene sus vivencias y su propia intensidad, sus riquezas y su valor.
La vida de un joven o una persona madura está llena de vitalidad y son muchas las cosas que se pueden hacer. Llegará la madurez de la ancianidad y ya no serán iguales las fuerzas pero también hemos de saberle dar un sentido y su propia vitalidad, porque no todo es apagarse o dejarse morir. No se tendrán las mismas fuerzas, pero quizá se haya podido adquirir una sabiduría de la vida que ha de darle sentido también a esos años de mayor debilidad o decaimiento de vigor físico.
Pero es una vida la que tenemos en nuestras manos y hemos de saber darle hondura y su propia vitalidad con la que también podemos enriquecer a los demás. Algunos cuando llegan los años de la ancianidad reducen su vida a una pasividad y a un dejarse llevar. No debería ser esa nuestra forma de actuar. Aunque no se tenga la vitalidad física y en muchas cosas necesitemos ayuda sin embargo no todo puede ser pasividad y hasta hemos de darle cierta creatividad a la vida, a lo que hacemos y a lo que podemos también ofrecer a los demás. Nuestra vida, aun con sus limitaciones por la ancianidad o por la enfermedad, siempre será valiosa a los ojos de Dios.
Me ha surgido esta reflexión leyendo y escuchando interiormente el mensaje que nos ofrece hoy el libro del Eclesiastés, y pienso que a todos puede ayudarnos. Pero algo más nos dice. En cada momento también hemos saber sentir la presencia de Dios.
Cuando el Qohelet habla de la intensidad de vida de los jóvenes les dice también: ‘pero sabe que Dios te llevará a juicio para dar cuenta de todo’. Y a continuación les dice después de prevenirles de las vanidades de la vida ‘acuérdate de tu Hacedor durante la juventud…’
No podemos olvidar a Dios en nuestra vida. Nuestro existir está en la manos de Dios; nuestra propia vida es una deuda que tenemos con Dios que la ha puesto en nuestras manos; y es una riqueza que tenemos que saber hacer fructificar en cosas buenas también en beneficio de los demás y siempre para la gloria de Dios. No nos encerremos en una actitud egoísta de pensar sólo en disfrutar de la vida para sí, sino sepamos llenarla de esa riqueza de lo bueno que siempre podemos hacer por los demás.
Y de la misma manera le dice al anciano que no se olvide del Dios que le dio la vida y al que ha de entregarla, ponerla en sus manos, en las manos de Dios, al final de sus días. Pero siempre es como ese talento que Dios ha puesto en nuestras manos y que hemos de hacer fructificar. Ante Dios un día hemos de dar cuentas de esos frutos con que hayamos enriquecido nuestra vida, seamos jóvenes o mayores. Como decíamos cada momento tiene su propia vitalidad.
Como dijimos en el salmo, y ya comentamos hace unos días cuando comenzamos a escuchar al Eclesiastés, ‘Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación’. Que el Señor en todo momento de la vida, pero de manera especial en el final de nuestros días, nos dé sensatez para saber valorar nuestra vida con los ojos de Dios, pues aunque en la debilidad de nuestros años nos parezca que nada valemos, siempre somos valiosos a los ojos de Dios.
Que toda nuestra vida sea siempre para la gloria de Dios. Nuestras obras, lo que hacemos o decimos, lo que es toda nuestra vida sea siempre un canto de alabanza al Señor.
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