Miq. 5, 2-5;
Sal. 12;
Mt. 1, 1-16.18-32
Múltiples expresiones de júbilo y alegría nos recoge la liturgia en los diferentes textos, antífonas, ya sea en la Eucaristía, ya sea en la Liturgia de las Horas, en esta fiesta de la Natividad de María.
Muchas fiestas en honor de María se celebran en nuestros pueblos en diferentes advocaciones que manifiestan la piedad popular y la devoción llena de amor de los hijos para con su madre en el día de su nacimiento. Son los hijos que celebran, llenos de fervor y amor, el cumpleaños de la madre. ¿No lo hacemos así con esa madre que nos dio el ser? ¿Cómo no lo vamos a hacer con María?
Celebramos, pues, con gozo el nacimiento de María, aurora y esperanza de salvación, pues de ella salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios. ‘Hoy nace una clara estrella, tan divina y celestial, que, con ser estrella, es tal que el mismo Sol nace de ella’, como se canta en un himno litúrgico, aunque las otras expresiones que hemos ido diciendo se recogen también en la liturgia como ya dijimos.
El nacimiento de María anunció la alegría a todo el mundo; es el principio de la salvación, porque de ella nace Cristo que, borrando la maldición, nos trajo la bendición, triunfando de la muerte, nos dio la vida eterna. La maldición cayó sobre el hombre con el pecado allá en el paraíso terrenal, pero se nos anunció una bendición, porque la estirpe de la mujer vencería sobre la muerte y nos llegaría la vida. María nos da a Jesús, el vencedor sobre la muerte que nos da la vida eterna.
Es María, la primera morada de Dios entre los hombres, el primer templo de Dios porque en ella por obra del Espíritu habría de encarnarse el Hijo de Dios, en su seno, como en el más hermoso templo, María lo portaría para hacernos llegar al Emmanuel, al Dios con nosotros. María sí recibió la luz, María sí recibió la vida. En María no habrá tinieblas porque nunca la sombras del mal entenebrecerían su vida porque fue incluso preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción en virtud de los méritos de su Hijo Jesús.
Dios miró su humildad y por el anuncio del ángel concibió al Redentor del mundo. María, pequeña, la última, la esclava del Señor como a sí misma quiso llamarse, sin embargo se deja conducir por Dios, se deja conducir por el Espíritu Santo y por ella nos llegó la salvación. Por algo con la liturgia la llamamos aurora y esperanza de salvación.
En esta fiesta del nacimiento de María nos sentimos tentados de no cansarnos nunca de decir cosas hermosas de María. Así la ha cantado siempre la Iglesia, así los santos Padres cantaban las alabanzas de María. Es el fervor y el amor de los hijos que tan maravillosamente se sienten amados por tal madre. Todos tenemos experiencias en nuestro corazón que nos recuerdan ese amor de Madre de María, esa protección maternal que de tantas formas se ha manifestado en nosotros. Como hijos enamorados de la madre no queremos sino decirle piropos, cantarle cantos de amor y de alabanza, y repetirle una y otra vez cuánto la queremos , como lo hacemos también sin cansarnos a nuestra madre de la tierra.
Pero ya sabemos que la mejor alabanza que podemos hacer a la madre es ser dignos hijos de tal madre. Y lo expresamos queriendo parecernos a ella, hacer cuánto ella nos enseña, queriendo copiar en nosotros sus virtudes, su humildad, su amor, en una palabra su santidad.
La vemos hoy pura y resplandeciente de luz – así la llamamos también en este día, Madre de la Luz -; la contemplamos llena de la vida de Dios y con la pureza y la santidad de una vida sin pecado. Que brille en nosotros esa luz, que apartemos igualmente de nosotros el pecado, que vivamos como ella con espíritu humilde, que sepamos como ella abrir nuestro corazón a Dios y a su Palabra y que nos llenemos de su amor, que resplandezca la santidad en nuestra vida.
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