1Ped. 2, 4-9;
Sal. 121;
Jn. 2, 13-22
Celebramos hoy en nuestra diócesis el día de la Dedicación de la Santa Iglesia Catedral. No es un aniversario cualquiera, puesto que para los que pertenecemos a la Iglesia que peregrina aquí en nuestras islas tiene un especial significado. No es una Iglesia cualquiera de la que celebramos su Dedicación puesto que es la Catedral de nuestra Diócesis.
Tendríamos quizá que recordar qué es, que significado tiene la Catedral. De entrada decir que es la sede del Obispo Diocesano y podríamos decir que es allí donde está la Cátedra del Pastor, del Obispo que con su oficio de Maestro anuncia el mensaje del evangelio para todos sus diocesanos; es así como la cabeza o la Iglesia madre de todas las Iglesias de la comunidad diocesana reunidas en torno a su pastor y a su Obispo.
Si importante es en cada comunidad cristiana el lugar sagrado donde damos culto al Señor, escuchamos su Palabra y celebramos los sacramentos en la reunión de la asamblea de la comunidad cristiana, cuánto más lo ha de ser para toda la Diócesis la catedral.
Así el templo catedral, en este caso, como lugar sagrado, dedicado, consagrado al Señor se convierte para los cristianos en un especial signo visible de la presencia del Señor en medio de nosotros. De ello tiene que hablarnos toda Iglesia o todo templo sagrado dedicado y consagrado al Señor. Pero por esas especiales características que hemos expresado la catedral tiene un significado grande para la vida de la Iglesia Diocesana. Por eso la liturgia en el aniversario de su Dedicación nos invita a celebrar esta fiesta especial. Por eso decíamos no es un aniversario cualquiera porque tampoco es un templo cualquiera para todos y cada uno de los diocesanos.
Pero cuando hablamos de ese templo visible y material, al que llamamos también Iglesia, no nos quedamos en la materialidad del mismo templo, sino que tenemos que ir mucho más allá. Reconocemos que el verdadero templo de Dios para nosotros es el Señor. El Hijo de Dios se encarnó y se hizo hombre tomando un cuerpo humano como el nuestro porque es verdadero hombre al mismo tiempo que verdadero Dios. Pero por eso mismo se convierte para nosotros en ese primer templo de Dios en medio nuestro, la primera señal, el más importante signo visible de Dios en medio de nosotros. Es el Emmanuel, Dios con nosotros y por El llega a nosotros toda la gracia de Dios, todo el amor de Dios que nos salva y nos redime y nos llena de la santidad de Dios.
Hoy nos ha hablado san Pedro de que Cristo es la piedra angular, escogida y preciosa. Pero al mismo tiempo nos dice que nosotros también somos piedras vivas que entramos en la construcción de ese templo del Espíritu. Por eso decimos también que nosotros somos también por la acción del Espíritu que nos consagra en verdaderos templos de Dios. Para eso fuimos ungidos en nuestro Bautismo.
Es por eso lo que decimos en el prefacio de esta fiesta. ‘Te has dignado habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templos del Espíritu, resplandecientes por la santidad de vida. Con tu acción constante santifica, Señor, a la Iglesia, esposa de Cristo, simbolizada en edificios visibles, para que así, como madre gozosa por la multitud de sus hijos, pueda ser presentada en la gloria de tu reino’.
Esta celebración, pues, además de una invitación a considerar y valorar todo el hondo significado que tiene la Iglesia catedral para sus diocesanos, es también para nosotros un estímulo y una exigencia, podríamos decir también, para nuestra santidad personal. Si somos templos de Dios con cuánta santidad hemos de vivir nuestra vida. Santidad que no hemos de profanar nunca con el pecado, santidad que hemos de hacer brillas con el resplandor de nuestras virtudes. Santidad que es exigencia también porque por nuestra vida hemos de convertirnos también en signos visibles de esa presencia de Dios en medio del mundo.
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