1Cor. 9, 16-19.22-27;
Sal. 83;
Lc. 6, 39-42
‘¡Ay de mi si no anuncio el evangelio!’, dice Pablo. ‘No lo hago por propio gusto, porque eso mismo sería mi paga… sino que me han encargado ese oficio de dar a conocer el Evangelio…’
Este texto de la carta de Pablo a los Corintios nos vale en primer lugar a los que tenemos la misión y el ministerio del apostolado y de la predicación del Evangelio. Nos ayuda a valorar y considerar nuestra misión, nuestra manera de ejercerla, revisando y purificando actitudes y maneras de actuar, y a sentirnos cada vez más comprometidos con el evangelio que tenemos que anunciar. Un texto, digo, que nos ayuda a reflexionar, a meditar y dar gracias a Dios por la misión que nos ha confiado.
Pero es bien válido también para todos los cristianos; para que todos comprendamos y valoremos la misión de los pastores de la Iglesia, siendo al mismo tiempo comprensivos y ayudándoles a mantener esa fidelidad, esa generosidad y esa entrega. Muchas veces podemos ser exigentes con nuestros pastores si hacen o no hacen, si tienen estas actitudes o les faltan aquellos valores, si parecen interesados o están llenos de generosidad y entrega, pero quizá no siempre la comunidad sabe estar al lado de sus pastores apoyándolos, rezando por ellos, animándolos, que también necesitan de ese apoyo o de esa oración.
Pero además de esto que estamos considerando podemos fijarnos también en esas imágenes o ejemplos que nos propone el apóstol en este texto. Emplea la imagen del corredor atlético que para realizar su carrera en el estadio previamente se ha impuesto toda clase de privaciones y sacrificios en su entrenamiento, como nos dice el apóstol, por una corona de laurel, o, podemos decir hoy, por una medalla o trofeo de metal, en fin de cuentas perecedero.
Lo que nos plantea el apóstol es si seremos nosotros capaces de correr de semejante manera la carrera de la fe y de la vida cristiana. No lo haríamos nosotros por una corona perecedera, una corona que se marchita, sino que lo haríamos por el Señor. Nuestro premio es El, poseerle a E, vivir esa vida eterna que El nos ofrece que no es otra cosa que vivirle a El en plenitud.
Cuando le damos esa trascendencia eterna a nuestros actos y a nuestra vida, sí seremos capaces de luchar por superarnos cada día en esa ascensión que tiene que significar nuestra vida cristiana. Un ascender – ascesis lo llamamos - en un camino de perfección, de santidad, venciendo tentaciones, superando defectos y debilidades, purificándonos también a través de nuestras privaciones y sacrificios, creciendo más y más en nuestras virtudes. Hermoso camino que nos lleva a la plenitud de la vida en el Señor.
Finalmente una palabra del evangelio donde Jesús sigue haciéndonos unas recomendaciones sobre esa superación que hemos de hacer en nuestra vida de cada día. ‘¿Cómo puedes decirle a tu hermano: hermano, déjame que te saque la mota del ojo, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano’. Somos fáciles en fijarnos en los defectos o fallos de los demás, pero no somos capaces de fijarnos en nosotros mismos. Pues en ese camino de superación hemos de fijarnos mucho en nuestra vida, porque mucho seguramente tenemos que purificar. Además si llevamos nuestros ojos turbios con las vigas de nuestra maldad, con poca claridad, con poco amor podremos ver lo bueno que siempre hay en los demás.
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