1Cor. 6, 1-11;
Sal, 149;
Lc. 6, 12-19
Subrayemos varios aspectos de este texto del evangelio. Por una parte nos dice ‘Jesús subió a la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios’. A continuación nos dice: ‘cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a doce entre ellos y los nombró apóstoles’. Para finalmente decirnos que ‘bajó Jesús del monte y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de pueblo…’ Tres momentos: oración, elección y cercanía.
Oración, en lo alto del monte, como lo vemos en otras ocasiones. Y oración en el silencio de la noche. Una subida, como un signo que tantas veces hemos reflexionado; pero soledad y silencio. Salida de sí mismo para ir al encuentro con Dios, en lo más hondo de nosotros mismos pero para abrirnos a Dios: en el silencio de los ruidos terrenos que nos pueden distraer; en la soledad de la intimidad que no es soledad sino llenarse de la inmensidad de Dios.
Un segundo momento de elección y misión, precedido de esa oración, de ese sentir en Dios que es lo más correcto, lo que es la voluntad y el camino de Dios. Entre los discípulos son elegidos doce a los que se les confía una misión, ‘los nombró apóstoles’. Jesús elige y los discípulos reciben y acogen una misión.
Y en el tercer momento, decíamos cercanía. Cercanía de quien bajó hasta el llano donde estaban muchos discípulos pero estaba también el pueblo venido de todas partes. Cercanía en aquellos que le buscaban, que habían hecho largos caminos para ir al encuentro con Jesús, para dejarse también encontrar por Jesús. Cercanía de Jesús que a todos acoge, con sus ilusiones y esperanzas, con sus penas y dolores, con su hambre de la Palabra de Dios, pero también con muchas otras necesidades.
¿Serán también los momentos que nosotros hemos de vivir? Necesitamos oración. Necesitamos subir a la montaña, o desprendernos de nosotros mismos para abrirnos a Dios. Necesitamos hacer ese silencio interior que nos permita abrirnos a Dios, escuchar a Dios. Necesitamos de esa soledad, que es ese vaciarnos de tantas cosas para que pueda Dios entrar en nuestro corazón con toda su inmensidad, con todo su amor. Nuestros apegos y nuestro amor propio nos hacen sentirnos tan llenos a veces que no podemos dejarle lugar a Dios en nuestro corazón.
Cuando nos abramos a Dios, podremos llenarnos de El, podremos descubrir su camino, podremos ver claro las sendas que traza delante de nosotros en la vida; podremos descubrir entonces para qué nos llama, para qué nos quiere; nos sentiremos llamados y elegidos, descubriremos nuestra misión, qué es lo que tenemos que hacer. Nos vamos a Dios prevenidos ni precavidos, sino con una libertad interior grande para dejarnos hacer por Dios.
Cuando nos encontremos de verdad con Dios y nos llenemos de El aprenderemos a ir al encuentro con los demás; sabremos cuál es la cercanía que hemos de poner en nuestra vida en relación con los demás; aprendemos a acoger con un corazón abierto a los demás; aprenderemos lo que es un encuentro verdadero. Y escucharemos, y seremos bálsamo de paz y amor para los otros; y llevaremos vida donde hay tanta muerte; y sembraremos esperanza; y comenzaremos a transformar nuestro mundo desde y con el amor.
Hermosa es la lección de Jesús cuando se retiró a la montaña y pasó la noche en oración.
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