Hechos, 17, 15.22-18, 1;
Sal. 148;
Jn. 16, 12-15
‘Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’, hemos repetido en el salmo. En verdad en todo momento hemos de alabar y bendecir al Señor. ‘Alaben el nombre del Señor… reyes y pueblos, príncipes y jefes, jóvenes y mayores, niños y también los ancianos… alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime’.
Como nos dice hay san Pablo ‘el Dios que hizo el mundo y lo que contiene… el Señor del cielo y tierra… que a todos da la vida y el aliento y todo…’ que nos creó y puso en el corazón del hombre el deseo de buscarle y de encontrarle… ‘que no está lejos de ninguno de nosotros, pues en El vivimos, nos movemos y existimos…’ el que viene en busca nuestra y nos pide que nos volvamos a El, el que se nos manifiesta en Cristo Jesús, muerto y resucitado para nuestra salvación.
El discurso de Pablo en el Areópago de Atenas es toda una invitación a una confesión de fe, porque nos hace un hermoso resumen de la revelación de Dios que tiene su culminación en Cristo Jesús. Así tenemos, pues, que confesar nuestra fe.
En el recorrido que Pablo va haciendo en el anuncio del Evangelio después de salir de Filipos llega a Atenas, centro y capital de la cultura y de la sabiduría del mundo antiguo. De allí han surgido los grandes filósofos y sabios de la antigüedad y la cultura griega se ha extendido por toda la cuenca del Mediterráneo. La lengua común que utilizaba entonces era precisamente el griego hasta que posteriormente con la expansión del imperio romano se introduzca el latín.
Recorriendo el Areópago que algo así como el centro de la ciudad donde estaban todos los edificios públicos de la vida social de los ciudadanos, va encontrándose también los numerosos templos edificados a los múltiples dioses del mundo pagano. Pero se encuentra con uno ‘al Dios desconocido’, que le dará pie a Pablo a hacer ese anuncio de Jesús y su salvación. De ese Dios que se revela en Jesús muerto y resucitado quiere hablarles, pero aquellos sabios y entendidos se dan media vuelta marchándose. ‘De esto te oiremos hablar en otra ocasión’, le dicen. No estaban aquellos corazones preparados en la humildad y sencillez para escuchar el mensaje del evangelio.
‘Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, que has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla’, recordamos que un día dijera también Jesús. Así ahora en esta ocasión. Sólo unos pocos se quedan con Pablo para seguirlo escuchando y aceptar el mensaje del evangelio. Pablo marchará luego a Corinto.
Que tengamos un corazón abierto desde la pequeñez, la pobreza, la humildad para acoger la revelación de Dios. Con humildad tenemos que acercarnos a Dios porque sólo así se nos revelará y podremos conocerle. El orgullo y la autosuficiente son mal camino para ir hasta Dios, porque sólo querrán centrarnos en nosotros mismos. Lo que sucedió en Atenas entonces con Pablo sigue sucediendo a través de todos los tiempos porque los que se creen sabios y entendidos no podrán llegar a conocer el misterio de Dios.
Que así podamos nosotros cantar la alabanza del Señor. Que el Espíritu del Señor venga a nosotros y nos revele todo el misterio de Dios.
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