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martes, 11 de mayo de 2010

Qué tengo que hacer para salvarme…

Hechos, 16, 22-34;
Sal. 137;
Jn. 16, 5-11

‘¿Qué tengo que hacer para salvarme?... Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y toda tu familia… y se bautizó enseguida con todos los suyos, los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios’.
Hermoso mensaje. Estamos en el segundo viaje de san Pablo y están en Filipos. La Buena Noticia de Jesús se sigue propagando aunque no faltaran dificultades a los evangelizadores. Habían sido apaleados y los habían metido en la cárcel. Es allí donde sucedes esos hechos extraordinarios que se nos han narrado y que concluyeron con la conversión del carcelero y toda su familia. Hermoso detalle nos ofrece el texto sagrado: ‘celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios’ y se habían bautizado. La alegría de la fe, la alegría de haberse encontrado con Dios en Cristo Jesús como Salvador. Y nosotros que tantas veces vamos con caras de tristeza y amargura como si no creyéramos en Dios y puesto en El toda nuestra esperanza.
‘¿Qué tengo que hacer para salvarme?’ es la pregunta que nos seguimos haciendo. Sabemos bien la respuesta pero tendrá que ser una respuesta con toda nuestra vida; una respuesta que hemos de dar en esas circunstancias concretas en que vivimos; una respuesta que abarque todo lo que somos y vivimos. Hoy, con nuestros años, con nuestros achaques, con nuestros sufrimientos y enfermedades, con nuestros problemas de cada día.
El Señor no nos pide otra cosa; no nos pide lo que pudiéramos hacer si estuviéramos en otro lugar, si fuéramos más jóvenes o más viejos, si tuviéramos vigor y salud en nuestros cuerpos, si tuviera otros medios… Es aquí y ahora donde hemos de dar esa respuesta de la fe. Cristo es nuestro Salvador y llega a nosotros, a nuestra vida concreta, con su salvación. ¿Quizá lo más que podemos hacer es una ofrenda de amor nuestra vida con lo que somos, tenemos o sufrimos? Pues será eso lo que nos pida el Señor, pero cada uno ha de ver cuál es la respuesta concreta que le pide el Señor.
En el evangelio prosigue el discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. ‘Me voy al que me envió’, les dice y se ponen tristes. Podríamos decir que es humana esa tristeza porque han estado con Jesús tanto tiempo y le aman. Jesús les había dicho ‘a vosotros os llamo amigos’. Pero Jesús se va al Padre para que pueda venir el Paráclito, el Espíritu Santo. ‘Si me voy, os lo enviaré’.
La presencia y la gracia del Espíritu que nos hará sentir la presencia de Jesús ya de otra manera pero no menos real. Será quien nos ayude a creer firmemente en Jesús. Es la mejor ayuda para nuestra fe. El que nos mantendrá firmemente convencidos. El que nos hace comprender todo el sentido de la glorificación de Jesús en su muerte y resurrección.
Tenemos que aprender a invocar al Espíritu de forma totalmente consciente. Ya lo hacemos formalmente en nuestras oraciones, al hacer la señal de la cruz cuando iniciamos el día o cualquier cosa buena, en la liturgia. ‘En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo’ queremos iniciar toda obra buena como queremos celebrar toda la liturgia, igualmente como recibimos la bendición de Dios. Tendríamos que fijarnos más en las palabras que pronunciamos para ser conscientes de verdad de la presencia y de la acción del Espíritu en nuestra vida y en la vida de la Iglesia.
Que todo esto, por la acción y con la gracia del Espíritu Santo, nos vaya despertando cada vez más a la fe verdadera.

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