Is. 55, 10-11
Sal. 33
Mt. 6, 7-15
Sal. 33
Mt. 6, 7-15
En el marco del sermón de la montaña, en el que Jesús había ido haciendo unas recomendaciones a quienes quisiera seguirle y ser sus discípulos sobre la autenticidad de la vida y sobre una auténtica piedad para con Dios, nos enseña cómo ha de ser nuestra oración, nuestro trato y relación con Dios, invitándonos a alejarnos del puro formulismo.
Previamente a los versículos hoy escuchados nos había precavido contra una actitud farisaica y de apariencia: ‘no seáis como los hipócritas a quienes les gusta orar donde los vea toda la gente…’ Pero también nos recomienda como hoy hemos escuchado a no quedarnos en palabrería; ‘cuando recéis no seáis como los paganos que se imaginan que por hablar mucho les harán caso… no seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis’.
‘Vosotros orad así…’ y nos enseña el padrenuestro que es más que una fórmula para repetir; es una pauta por donde ha de discurrir nuestra oración, nuestro trato con el Padre del cielo.
Y es así cómo comenzamos, con ese espíritu filial para llamarle Padre, para sentirle Padre, para sentirnos en verdad nosotros hijos amados de Dios. Nos ha dado su Espíritu, no un espíritu de temor o de esclavitud, sino un Espíritu que nos hace hijos, que nos hace que podamos llamarle ‘Abba, Padre’. Qué hermosa palabra para comenzar; qué hermoso sentimiento que tiene que inundar nuestro corazón; qué hermosa actitud la que surge en nosotros cuando nos sentimos hijos.
¿Cómo no hemos de querer su gloria? ¿Cómo no hemos de querer santificar para siempre el nombre de Dios? Moisés le pedía a Dios en el Horeb que le dijese su nombre para poder decir a los israelitas quien le mandaba. El nombre de Dios supera ya todo nombre, no lo podemos encerrar en una palabra, por eso desde Jesús la más hermosa con la que podemos llamarle es Padre. ‘Santo es su nombre’, proclamó María cuando se sintió amada y engrandecida por Dios. ‘Santo es su nombre’, tenemos que proclamar nosotros también con toda nuestra vida.
Jesús había comenzado su predicación invitándonos a convertirnos, a creer en la Buena Noticia que llegaba, porque ‘el Reino de Dios está cerca’. Ya está inaugurado por Jesús, ya caminamos por él esperando alcanzar su plenitud total. ‘Venga a nosotros tu Reino’, pedimos. Que lo vayamos haciendo realidad en nuestra vida. Que un día podamos alcanzarlo en plenitud.
‘Como baja la lluvia y la nieve, y empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, para que dé semilla y fruto… así será mi palabra, hará mi voluntad, cumplirá mi encargo’, nos decía el profeta Isaías de parte de Dios. Hará mi voluntad… haremos la voluntad de Dios, descubriremos sus designios para nosotros, para nuestra vida, para nuestro mundo. Los convertimos en ley de Dios para nuestra vida, haremos que en todo nuestra vida sea un Sí para el designio de Dios; como María, ‘hágase en mí según tu palabra’; como Cristo al entrar en el mundo: ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad… mi alimento es hacer la voluntad del Padre del cielo’.
‘Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias’, repetimos con el salmo hoy. Desde nuestras angustias o desde nuestras necesidades, desde la debilidad y flaqueza de nuestra condición pecadora y desde la zozobra en que nos vemos zarandeados por el mal y la tentación, acudimos al Señor. ‘El Señor lo escucha y lo libra de sus angustias’. Es nuestra certeza. El Señor nos escucha y es nuestra fuerza, y nuestra gracia, y el perdón que necesitamos por nuestro pecado.
Pedimos pero nos comprometemos; pedimos pero queremos vivir la vida con responsabilidad; pedimos perdón, pero cómo no perdonar nosotros también cuando el Señor se ha mostrado y compasivo con nosotros y tantas veces nos ha perdonado y tanta es la muestra de su amor que nos manda a su Hijo para que muera por nosotros.
Todo esto no lo podemos decir en un suspiro o en la carrera de unas palabras que duran menos de un minuto. Aunque todo esto lo estamos resumiendo de la forma más maravillosa con la primera palabra que nos enseñó a decir Jesús: Abbá, Padre. Todo esto es para quedarnos extasiados ante el misterio de Dios y no cansarnos nunca de estar en su presencia. Es lo que nos enseñó Jesús. Es la autenticidad y profundidad que hemos de darle a nuestra oración
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