Esther, 14, 1.3-5.12-14;
Sal. 137;
Mt. 7, 7-12
‘Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor’. Es lo mejor que podemos decir tras escuchar la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado. Manifiesta nuestra confianza en Dios por medio de la oración. De alguna manera es como darle gracias porque tenemos la certeza de que siempre nos escucha. Nos motiva para que con humildad nos atrevemos a acercarnos al Señor.
Es en lo que nos ha insistido Jesús en el Evangelio. ‘Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre’. ¿Por qué esa confianza y esa certeza de ser escuchados en nuestra oración? Nuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden, nos viene a afirmar Jesús.
¿Tendremos confianza en el poder y el valor de la oración? Algunas veces nos pueden asaltar las dudas. También nuestra autosuficiencia es muy mal aliado; nos creemos tan autosuficientes por nosotros mismos que creemos que para todo nos valemos por nosotros y no necesitaríamos la ayuda y la gracia del Señor. Necesitamos humildad. Tenemos que aprender a ser humildes en la vida y mucho más cuando nos relacionamos con el Señor.
Esa humildad en nuestra oración también nos enseñaría a esa necesaria humildad en nuestras relaciones con los demás. Porque hemos de reconocerlo, estamos tan interrelacionados los unos con los otros que en cierto modo dependemos unos de otros y necesitamos ayudarnos, tendernos la mano, dejarnos ayudar por los demás.
Lo que hemos escuchado en el libro de Esther es un hermoso ejemplo de esa oración que hemos de hacer y cómo hemos de hacerla. Era la reina y tenía que interceder por su pueblo ante el rey. Lo que hemos escuchado es la oración de Esther. Tengamos en cuenta una cosa además; antes de presentarse ante el rey para interceder por su pueblo, no sólo se encomendó al Señor con esta oración, sino que previamente había ayunado y hecho penitencia, además de pedirle a la comunidad de los israelitas que hicieran lo mismo antes de ella acudir a la cámara del rey.
Fijémonos brevemente en esta oración de Esther. Comienza su oración con un reconocimiento y una profesión de fe. ‘Señor mío, único rey nuestro, protégeme que estoy sola y no tengo otro defensor que Tú…’ Una profesión de fe además que es un recordar lo que ha sido el actuar de Dios para con su pueblo. ‘Cómo escogiste a Israel entre las naciones, a nuestros padres entre pueblos más poderosos para ser heredad tuya…’
Se acoge a la misericordia del Señor. Se siente indigna – ‘nosotros hemos pecado contra ti’ – y confía en la misericordia del Señor. Y al reconocer su misericordia le pide que esté con ella en el momento oportuno, que ponga palabras en sus labios – ‘pon en mi boca un discurso acertado’ – y sienta la fuerza del Señor que le acompaña. Una oración confiada y comprometida. No se echa atrás en lo que siente que es su responsabilidad sino que asumiéndola en todas sus consecuencias quiere sentir la fuerza del Señor. ‘Líbranos con tu mano, y a mí, que no tengo otro auxilio, protégeme tú, Señor, que lo sabes todo’.
Hermosa oración. Cómo se manifiesta la humildad y la confianza. Cómo quiere sentir en su vida la presencia del Señor. Presencia del Señor que le da ánimos y fuerza para caminar con paso firme haciendo lo que tiene que hacer, que es interceder por su pueblo.
Que con esa confianza y humildad acudamos nosotros también al Señor, sabiendo lo grande y misericordioso que es el Señor. Desde Jesús tenemos nosotros muchos más motivos para la confianza, porque es tanto el amor que Dios nos tiene – es nuestro Padre – que nos ha entregado a su propio Hijo. Tenemos que creer en el valor de la oración. Tiene que ser la fuerza y el motor de nuestra vida, porque así alcanzamos la gracia del Señor.
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