Núm. 11, 25-29;
Sal. 18:
Sant. 5, 1-6;
Mc. 9, 38-43.45.47-48
El seguimiento sincero de Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra y poniendo en práctica todo aquello que no enseña, es una fuente de riqueza grande para nuestra vida y donde todos a la larga nos vamos a sentir beneficiados.
No entiendo cómo algunos ven todo esto de la fe y la vida cristiana como una carga pesada, porque, dicen, todo esto de la fe les coarta su libertad y su vida. Yo lo veo más como un enriquecimiento de la persona en camino de plenitud y como cultivo de muchos valores que nos van a posibilitar, incluso, una mejores relaciones humanas entre unos y otros.
La fe, con su convencimiento grande y profundo que nos puede hacer capaces de llegar a dar la vida por esa fe, sin embargo, nos hace ser más abiertos y generosos con los otros porque, desde nuestro amor cristiano, nos llevará a valorarnos y respetarnos más, a saber descubrir siempre lo bueno del otro y nos capacita para saber colaborar con él en todo eso bueno que hace nuestro mundo mejor y a todos, en consecuencia, más felices.
Sí, valoremos y respetemos, porque de lo contrario podemos tener la tendencia o tentación de creernos nosotros los mejores y los únicos, y cerrar los ojos para no ver lo bueno que tienen los demás. Digo, esto es una tentación y algo además que estamos demasiado acostumbrados a ver en nuestro derredor.
¡Cuándo llegaremos a ser capaces de ver lo bueno del otro, incluso en nuestro mayor contrincante o adversario! Demasiado vemos en cualquier debate o discusión, a todos los niveles, que nunca se es capaz de dar la razón en algo al otro; como es mi adversario, que piensa distinto a mí, nunca seré capaz de encontrar nada bueno en lo que los dos podamos colaborar en una misma dirección.
¿Por qué actuaremos así? ¿Será el miedo, el desconocimiento del otro, la desconfianza? ¿Será una falta de amor verdadero? ¿Por qué nos hacemos tan intolerables e intransigentes? ¡Cuántos recelos en todos los ámbitos de la vida! ¿Será quizá una manifestación larvada de nuestras propias inseguridades, que queremos ocultar tras una apariencia de firmeza? ¿Una expresión de orgullo? ‘Preserva a tu siervo de la arrogancia’ podríamos pedir al Señor con la oración del salmista.
Tanto el libro de los Números del Antiguo Testamento – la primera lectura de la Eucaristía de hoy – como el Evangelio nos iluminan en este sentido. Habían sido escogidos y convocados setenta ancianos para recibir el Espíritu del Señor y ayudar a Moisés en la tarea de gobernar al pueblo. Dos no asistieron a la convocatoria y sin embargo ‘también el Espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento’. Josué, el ayudante de Moisés, lleno de celo, le dice a Moisés, ‘prohíbeselo’, pero Moisés le respondió: ‘¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor’.
El Evangelio nos habla de cómo uno de los discípulos le cuenta a Jesús que alguno en su nombre echaba demonios y curaba enfermos. ‘No es de los nuestros’, le dice ‘y se lo hemos querido impedir’. Pero Jesús le replica: ‘No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro’.
Nos entran esos celos algunas veces a nosotros también. Pero Jesús nos está enseñando que tenemos que descubrir, aceptar y valorar todo lo bueno que hacen los demás. Porque hasta la más mínima cosa buena que se haga tiene su valor y su recompensa. ‘El que os dé a beber u vaso de agua porque seguís al Mesías, os aseguro que no quedará sin recompensa’.
¡Qué terribles somos con nuestros recelos y desconfianzas! Creo en verdad que nuestro mundo sería mejor si todos pusiéramos siempre nuestro granito de arena de bondad, de confianza, de colaboración en lo bueno que se realice, sabiendo aceptar en consecuencia lo bueno por pequeño que sea que hagan los demás. Nos haría más felices a todos. Esa limpieza del corazón, del que hemos quitado toda la malicia de la desconfianza, nos haría mejores y haría mejor este mundo concreto en el que vivimos.
Que nuestros ojos estén siempre prontos para tener una mirada limpia; que nuestras manos se tiendan siempre generosas para tender lazos de paz y armonía, para ayudar a levantar al caído o servirle de apoyo en su tambaleante caminar por la vida a causa de sus debilidades y flaquezas; que nuestros pies sean ligeros para ir al encuentro del otro, o para saber caminar a su paso alentando a los que se sienten más débiles o más cansados; que nuestros labios no tengan palabras sino para bendecir, para decir bien, palabras para desear la paz, palabras de amor y amistad, palabras de aliento y de ánimo para sembrar siempre esperanza en el corazón de los otros. ¡Cuánto necesitamos que hagan eso los demás por nosotros, pues que nosotros seamos capaces de hacerlo generosamente por los demás!
Jesús nos dice hoy en el evangelio que si nuestros ojos, nuestras manos o nuestros pies nos van a llevar al mal, mejor nos los arranquemos que para eso merece más estar ciegos, cojos o mancos. Que nunca nuestros pasos, nuestras manos o nuestros labios promuevan, ni siquiera inconscientemente, división, enfrentamiento, resquemores, desconfianza. No puede ser ese nunca el camino de los que siguen a Jesús. Ya es triste que haya de todo eso en nuestra sociedad y que algunas veces aparezca hasta en nuestros grupos cristianos.
Recogiendo el sentir de Jesús yo diría que sepamos utilizar nuestra vida, lo que somos o lo que tenemos, para lo bueno, para conseguir más paz y más amor, para sembrar esperanza e ilusión, para hacer un mundo mejor. Corta y despréndete de lo que te hace caer en pecado para que sigas viviendo en cristiano. Incluso, aquellos bienes o riquezas que poseas no te sirvan nunca para llenarte de orgullo y arrogancia ni para encerrarte en ti mismo de forma egoísta e insolidaria, sino que te valgan siempre para obrar rectamente y en justicia, para poner solidaridad en tu corazón y aprender a compartir generosamente con los demás, como nos recuerda hoy el apóstol Santiago.
Es como un reto que nos pone Dios en nuestra vida. Para eso nos ha dejado su Espíritu.
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