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jueves, 1 de octubre de 2009

Alegría, Sabiduría y Riqueza la más grande la Palabra del Señor

Neh. 8, 1-12
Sal. 18
Lc. 10, 1-12


‘Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón… más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila…’ Hermosa imagen que nos ofrece el salmo para comprender la riqueza y la sabiduría de la Palabra de Dios y la alegría con la que llena el corazón cuando la escuchamos.
Riqueza, sí, que no se queda en riquezas materiales, - ‘más que el oro fino’ -; Sabiduría, que nos ayuda a penetrar en el misterio de Dios y su voluntad para con nosotros - ‘más dulce que la miel de un panal que destila’ – y a saborear hondamente en el paladar el alma el amor que Dios nos tiene.
Si hermosa es la imagen del salmo, más hermoso, podríamos decir, el testimonio del libro de Nehemías en la acogida a la Palabra de Dios. Como hemos venido comentando estaban en la tarea de la reconstrucción de Jerusalén y del templo; llegó el momento de comenzar las celebraciones y allí están en la explanada del templo - ‘en la plaza que hay ante la puerta del agua’ – dispuestos a la escucha de la proclamación de la Ley del Señor.
Es una liturgia hermosa de proclamación de la Palabra de Dios lo que se nos ofrece. Allí está una asamblea reunida desde el amanecer hasta el medio día – ‘todo el pueblo se congregó como un solo hombre… el asamblea de hombres y mujeres y todos los que podían comprender… desde el amanecer hasta el mediodía… era el día primero del mes séptimo…’ -.
En medio un alto estrado para la proclamación de la Ley del Señor – ‘Esdras, el escriba y sacerdote estaba de pie sobre el estrado de madera que habían hecho para el caso’ -.
El sacerdote y escriba comienza bendiciendo a Dios y el pueblo aclama adorando al Señor - ‘Esdras abrió el libro a vista del pueblo, pues los dominaba a todos, y cuando lo abrió el pueblo entero se puso de pie… pronunció la bendición del Señor Dios grande, y el pueblo entero, alzando las manos, respondió Amén, Amén; se inclinó y se postró rostro a tierra ante el Señor’ -.
Una explicación continuada de los escribas – ‘mientras los levitas explicaban al pueblo la ley… de forma que todos comprendieron la lectura’ -.
Una acogida por parte del pueblo en silencio, con alegría y emoción, con lágrimas en los ojos y con fiesta para todos – ‘Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: no hagáis duelo ni lloréis (porque el pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la ley)… comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene preparado… no estéis tristes, porque el gozo en el Señor es vuestra fortaleza’ -.
Me entra una sana envidia, lo confieso, al escuchar este entusiasmo del pueblo por la Palabra del Señor. ¿Habrá ese entusiasmo, alegría, aclamaciones, fiesta, escucha silenciosa desde el corazón por nuestra parte cuando se proclama la Palabra de Dios? Tenemos que motivarnos más por la escucha de la Palabra de Dios. No podemos quedarnos en un rito cumplido formalmente pero al que le falta entusiasmo y vida.
Seamos sinceros, muchas veces estamos deseando que se acaban ya las lecturas, que se acabe ya el comentario de la homilía, porque lo que queremos es que se nos diga la misa y acabar pronto. Ellos estuvieron ‘desde el amanecer hasta el mediodía’. ¿No tendremos que poner más calor de fe y amor en la escucha de la Palabra?
Y hemos de decir algo importante. Nosotros no estamos solamente ante un Libro que contiene la Palabra de Dios, sino ante la misma Palabra viva de Dios que se nos manifiesta en Jesús. Jesús mismo está en medio de nosotros en la proclamación de la Palabra. Jesucristo, Palabra eterna de Dios que se ha encarnado y plantado su tienda entre nosotros.
Pidámosle a Dios que aprendamos de esa Sabiduría de la Palabra, que aprendamos a saborear esa maravilla de Dios que se nos manifiesta con su amor. Que la guardemos en el corazón como la mayor de las riquezas y que como María sepamos rumiarla dentro de nosotros para hacerla dar fruto de vida. Que sea siempre nuestra alegría y nuestra fiesta y eso lo manifestemos también en la forma con que la acogemos.

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