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viernes, 20 de marzo de 2009

No valen los corazones partidos

Oseas, 14, 2-10
Sal.80
Mc. 12, 28-34


Espero que si nos preguntan cuál es el primer mandamiento sepamos responder. Aunque, como comprenderán, no se trata de responder sólo con palabras aprendidas de memoria sino más bien que presentemos el examen de la vida.
Lo solemos dar por supuesto. Suele suceder que cuando hacemos el examen de conciencia por este mandamiento acostumbramos a pasar muy deprisa, porque decimos con facilidad que sí amamos a Dios. Es cierto que si fallamos en cualquiera de los otros mandamientos tendríamos que darnos cuenta que lo que nos falla es ese amor a Dios intenso y que llene de verdad nuestra vida y sea el verdadero motor de todas las demás cosas que hacemos.
Pero aún así tendríamos que detenernos más para ver cuál es la intensidad con la que amamos a Dios y si de verdad es así de forma concreta en mi vida.
‘Uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Era un letrado, un maestro de la ley del Señor, ¿querría comprobar quizá si lo que Jesús enseñaba se ajustaba a lo que decía al ley del Señor? Para poder ser maestro de la ley en Israel había que pasar, es cierto, por una serie de pruebas o exámenes o haber estudiado en alguna de las escuelas de la ley. Pero también sabemos que en muchas ocasiones las preguntas que le hacían a Jesús era para ver cómo podían cogerlo. Pero vamos a suponer en este caso la buena intención.
Jesús respondió con las palabras del libro del Deuteronomio que todo buen judío sabía de memoria y repetía cada día. ‘Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Pero Jesús añade algo más tomado del libro del Levítico: ‘El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’.
El letrado confirma, por así decirlo, las palabras de Jesús añadiendo al final que un amor así a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. ‘Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es único y no hay otro más que El y hay que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios’.
De nada nos vale ofrecer holocaustos y sacrificios de cosas a Dios si no hacemos la ofrenda de nuestro corazón, de nuestro amor, pero todo entero, para Dios porque El es el único Señor.
No valen corazones partidos. Tiene que ser un amor con todo el corazón y eso es lo que tenemos que examinar en nuestra vida. No podemos andar a medias, con componendas, midiendo hasta aquí llego y de allí ya no puedo pasar porque considero que ya es suficiente con lo que hago. ¿Hasta donde llega nuestro amor?, nos preguntábamos hace unos días. Y es que la totalidad de nuestro amor, de todo el amor de nuestra vida será lo que sea el motor, lo que motive todo el amor que luego le tengamos a los demás, lo que motive todo lo que hagamos en la mayor y mejor rectitud y responsabilidad.
Por eso, como nos invitaba hoy el profeta Oseas, tenemos que convertirnos de verdad al Señor. ‘Israel, conviértete al Señor Dios tuyo…’ Dios lo es todo para nosotros y cuando estamos con Dios nuestra vida se vuelve un vergel. Bellas eran las imágenes que nos ofrecía el profeta.
Jesús le dijo al letrado ‘viendo que había hablado sensatamente, no estás lejos del Reino de Dios’. Que por un amor así nosotros no estemos lejos del Reino de Dios, sino que lo vivamos intensamente, porque El es nuestro único Dios y Señor.

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