Daniel 3, 25.34-43
Sal. 24
Mt. 18, 21-35
Sal. 24
Mt. 18, 21-35
Pedro le pregunta a Jesús ‘si mi hermano me ofende,¿cuántas veces le tengo que perdonar?’ pero me van a permitir que la pregunta la haga de otra manera: ¿hasta dónde tengo que amar? De eso se trata de amar. Así lo entiendo yo. Si el perdón no fuera cuestión de amor, casi podríamos entender la segunda pregunta de Pedro – ‘¿hasta setenta veces siete?’ -, porque se trataría quizá sólo de cuestión de números, de cantidades.
¿Hasta dónde tengo que amar? Perdonar no es cuestión sólo de echar tierra encima y no recordar, como si aquella ofensa no hubiera sucedido. Ya eso por sí mismo resulta bien costoso. Una herida deja cicatriz. Curar la herida y borrar la cicatriz no es cosa que sea fácil realizar. Siempre que tropecemos con aquella cicatriz vamos a seguir recordando la herida que la causó y dejó su marca.
Creo que cuando Jesús nos está hablando de perdonar, nos está hablando de una de las características fundamentales del amor. Porque Jesús nos está diciendo que perdonemos porque amamos. Y el amor es su precepto fundamental.
Y ya sabemos que cuando se trata de amor y de amor cristiano, que es amor en el estilo de Cristo – por eso se llama cristiano – Jesús nos pone el listón bien alto, porque el modelo, la altura de ese amor es como El nos ha amado. ‘Amaos los unos a los otros, como yo os he amado’. Y ya sabemos hasta donde llegó el amor de Jesús.
Por eso, nuestro perdón, que es una manifestación de amor, tiene una característica bien definida y de mucha altura. Ya sabemos la respuesta que le dio Jesús en la cuestión de números o de veces que tenemos que perdonar. ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’. Con lo que estaba diciéndonos cómo tener que perdonar siempre.
Pedro no lo entiende como, tenemos que reconocer, nosotros tampoco terminamos de entenderlo, y no sólo de entender sino de vivir. Ya sabemos cuanta inquietud surge en nuestro corazón cuando nos toca este tema, cuánto dolor porque decimos que no podemos perdonar, que nos cuesta, que es difícil.
Jesús nos propone la parábola, que conocemos muy bien, para recordarnos – y eso motiva también nuestra capacidad de perdón – que El nos ha perdonado a nosotros. Y cuántas veces nos ha perdonado, le hemos vuelto a ofender y El nos ha vuelto a perdonar.
Es algo que hemos de tener en cuenta, porque además cuando nos enseñó a orar, nos enseñó a decir ‘perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…’ Le pedimos que nos perdona, le decimos que nosotros perdonamos y que por eso nos perdone, pero en la realidad de nuestro corazón, ¿seguimos sin perdonar?
Y bien, porque sea difícil y costoso ¿no lo vamos a intentar? Sabemos que cuando Jesús nos traza un camino no nos deja solos. El va con nosotros, delante de nosotros haciéndolo El primero, a nuestro lado. ¿Qué significa? Que El nos da su fuerza, su gracia, su Espíritu para que podamos realizarlo.
Seamos conscientes de que sólo por nosotros mismos, por nuestra voluntariedad, no lo podemos realizar. Necesitamos su fuerza y su gracia. Necesitamos de la oración para tener esa gracia del Señor.
Y no olvidemos que El nos dice que no sólo no odiemos a quien nos haya hecho daño o se considere nuestro enemigo, sino que recemos por él. Es lo que tenemos que hacer. Pienso que cuando somos capaces de rezar por alguien, y en este caso por alguien que nos haya podido hacer daño, ya hemos comenzado a amarle.
El perdón, entonces, cuestión de amor.
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