Subimos con Jesús a Jerusalén a celebrar la Pascua
Ex. 20, 1-27: Sal-18; 1Cor. 1, 22-25; Jn. 2, 13-25
‘Se acercaba la fiesta de la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén’. Se acerca también la fiesta de Pascua y queremos subir con Jesús a Jerusalén. ¿Qué nos vamos a encontrar? ¿Cómo será esta Pascua? Creo que es una pregunta importante que hemos de hacernos. Para que lleguemos a celebrarla auténticamente. Para que sintamos el hoy de la salvación de Dios en nuestra vida.
Tendrá que ser un paso de Dios que nos salva. Eso fue la Pascua entonces y tiene que seguirlo siendo ahora. Cuando los judíos celebraban cada año la pascua estaban haciendo memoria de la Pascua que vivieron sus padres en Egipto cuando fueron liberados de la esclavitud. Fue el paso de Dios que los liberó, los sacó de Egipto para llevarlos a la tierra prometida. Y cada año lo revivían, lo celebraban, lo sentían presente en su vida.
Ahora será la Pascua, no ya como recuerdo de la salida de Egipto, sino como paso salvador de Dios por nuestra historia en Jesús, y en su muerte y resurrección. Y para nosotros no es solo un recuerdo sino un memorial porque sigue haciéndose presente en el hoy de nuestra vida ese paso salvador de Dios. Ya sabemos que cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor, de la Pascua del Señor. Por eso la celebración de esta Pascua tiene que ser para nosotros un paso de Dios que nos salva, nos purifica, nos llena de nueva vida en el hoy concreto de nuestra existencia.
Pero sigamos con el Evangelio. ‘Jesús subió a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados en sus mesas de cambio…’ Se encontró la casa de Dios convertida en un mercado y quiso purificarla. No es necesario repetir los detalles de cómo lo hizo. Pero algunos se resistieron pidiendo signos de autoridad para lo que hacía Jesús. ‘¿Qué signos nos muestras para obrar así?’
Una vez más piden signos, milagros, sabiduría. Recordamos lo que nos planteaba san Pablo hoy en su carta. ‘Los judíos exigen signos…’ No es la primera vez. En la otra ocasión Jesús les decía que ‘no les sería dado más signo que el de Jonás’. Recordamos el profeta enviado a Nínive que se resiste, embarca en otra dirección, la tempestad, arrojado al mar y tragado por el cetáceo que lo devuelve vivo a los tres días a la orilla de la playa. Jonás que finalmente con la debilidad de sus miedos sin embargo anuncia la Palabra de Dios a Nínive, que fue una palabra transformadora que los llevó a la conversión y evitar el castigo divino.
Ahora es otro signo el que les da, la destrucción del templo y su reedificación en tres días. ‘Destruid este templo y en tres días lo levantaré’. Sabemos las reacciones incrédulas de los judíos, aunque luego lo utilizaran como argumento para su condena ante el Sanedrín; pero ya el evangelista nos apunta que ‘hablaba del templo de su cuerpo… cuando resucitó de entre los muertos los discípulos se acordaron de lo que había dicho y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús’.
Pero hablar de su muerte como signo podría parecer poco convincente. Porque Jesús hablaba de la debilidad de su pasión y de su muerte, aunque hablaba también de la resurrección. Para nosotros es la gran señal, el gran signo, la gran prueba de quién era Jesús y de lo que nos ofrecía, su salvación. Como dirá san Pablo ‘los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado…’ Es nuestra señal, nuestra fuerza, nuestra sabiduría. Aunque muchos no lo entiendan. Será escándalo o locura para unos o para otros.
Es la Sabiduría de Dios que es la sabiduría del amor. Sabiduría de Dios, fuerza salvadora de Dios que se manifiesta en la entrega más sublime, porque es el amor más grande, porque es la entrega hasta la muerte. ‘No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por el amado’, nos enseñaría Jesús no sólo con sus palabras sino con su misma vida, con su misma muerte.
Esa tiene que ser también nuestra sabiduría, nuestra fuerza, nuestra vida. Y esa es la Pascua que nosotros vamos a celebrar con Jesús. Jesús quiso purificar el templo para hacer un templo nuevo. ‘Hablaba del templo de su cuerpo…’ Cristo es el verdadero templo de Dios y Cristo es la ofrenda más grande y más hermosa que se podía presentar al Padre para nuestra salvación para nuestra redención. Esa fue la ofrenda de su Pascua, de quien había venido para cumplir la voluntad del Padre. ‘¡Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad!’ Y aunque sería dura la ofrenda y llegara a decir que ‘pase de mi este cáliz…’ también exclamaría ‘no se haga mi voluntad sino la tuya’.
Así Cristo en su paso salvador por nuestra vida nos purifica para darnos a nosotros esa dignidad nueva que nos hace verdaderos templos de Dios, que nos llena de la vida divina y nos hace también hijos de Dios. Que se haga Pascua en nuestra vida. Que se realice ese paso salvador de Dios por nosotros. No temamos beber el cáliz de la pasión y de la muerte que nos purifica, porque con Cristo hemos de morir para con El resucitar; porque saldremos renovados como hombres nuevos, los hombres nuevos de la gracia y de la santidad de Dios.
Esta subida que estamos haciendo con Jesús a Jerusalén en el camino de la Cuaresma a eso tiene que prepararnos. Nos queremos dejar iluminar por su Palabra, conducir por su Espíritu, purificar con su gracia en los sacramentos que vamos recibiendo.
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