1Jn. 1, 1-4
Sal. 96
Jn. 20, 2-8
‘Este es el apóstol Juan que durante la cena reclinó su cabeza en el pecho del Señor. Este es el apóstol que conoció los secretos divinos y difundió la palabra de vida por toda la tierra’. Esta es la antífona con la que se inicia la celebración de san Juan Evangelista en este día.
Juan, el hermano de Santiago el Mayor, el discípulo amado, el que fue elegido junto con Santiago y Pedro para ser testigo de momentos importantes en la vida del Señor: su transfiguración en el Tabor y la agonía y oración de Jesús allá en lo más hondo del huerto de Getsemaní, y fue testigo también de la resurrección de la hija de Jairo. El único que llegó hasta los pies de la cruz para ser testigo de su muerte y recoger la herencia de una madre que Jesús le confiaba y el primero que creyó en la resurrección del Señor.
Cuando María Magdalena se encontró corrida la piedra del sepulcro y que allí no estaba el cuerpo de Jesús, corre a comunicarlo a los apóstoles reunidos en el cenáculo. Pedro y Juan corren a su vez al sepulcro y, aunque Juan se le adelanta, no entra sino que espera la llegada de Pedro para contemplar ‘las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró el discípulo que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó’. Podemos decir es el primero que reconoce la resurrección del Señor y proclama su fe. ‘Vió y creyó’.
No eran sólo los ojos de la fe sino que eran también los ojos del amor los que podían descifrar las señales como sucedería más tarde en el lago cuando la pesca milagrosa después de la resurrección. Desde la lejanía de la barca, la claridad que aún no era suficiente o la niebla del amanecer, sólo los ojos de Juan serán capaces de descubrir que quien está allá en la orilla dándole las instrucciones por donde había que tirar las redes era Jesús. ‘Es el Señor’, le dice a Pedro.
Por eso podrá decir tan hermosamente en el inicio de su carta. ‘Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos… lo anunciamos… os damos testimonio’. Era ‘la Palabra de la Vida’ que es nuestra vida y salvación. ‘Era la Vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó’.
¿Para qué nos lo da a conocer? ¿para qué nos lo trasmite? Dos cosas nos dice. Primero: ‘Os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo’. Nos está diciendo algo hermoso y que se convierte en fundamental en nuestra fe. Todo para la comunión, con Dios y entre nosotros. Es que la fe que tenemos en Jesús, aunque por supuesto exige una confesión y afirmación personal, nunca puede ser individualista, nunca nos puede llevar a estar alejados de los demás, sino todo lo contrario siempre hemos de saber vivirla en comunión.
No me vale decir es que yo tengo mi fe, creo a mi manera, no necesito ni de la Iglesia ni de los demás para creer en Jesús. Grave error. La fe en Jesús siempre nos llevará a la comunión y siempre tenemos que confesarla en la comunión de la Iglesia y de los hermanos.
Y segunda cosa: ‘Os escribimos esto para que nuestra alegría sea completa’. El gozo y la alegría de la fe. Es la plenitud que da a mi vida la fe que tengo en Jesús. Es la alegría honda que tiene que haber en mi vida, y no sólo ahora en estos días porque es Navidad, sino que siempre el creyente ha de vivir esa alegría, ese gozo hondo de poder proclamar y vivir esa fe en Jesús.
Pedíamos hoy en la oración litúrgica ‘llegar a comprender y amar de corazón lo que tu apóstol nos dio a conocer… y también que lleguemos nosotros a participar plenamente en el misterio de tu Palabra eterna’.
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