Un brote nuevo que reverdece donde todo estaba seco que nos
habla de esperanza y también camino nuevo que hemos de ser capaces de emprender
aunque estemos en medio de desiertos
Isaías 11, 1-10; Sal 71; Romanos
15, 4-9; Mateo 3, 1-12
Todos
necesitamos en algún momento de la vida un grito que nos despierte, una palabra
que llegue a lo más hondo de nosotros y despierte ilusiones y esperanzas, un
susurro quizás al oído que nos sugiera otro camino, otras decisiones, un rayo
de luz que nos abra horizontes nuevos.
Todos lo
necesitamos, en cualquier situación o circunstancia que viva cada uno, porque
nos aletargamos con nuestras rutinas, nos angustiamos con los problemas que se
nos presentan, nos sentimos turbados ante la situación que podamos vivir,
porque hay ocasiones en que no sabemos qué hacer, hay tal desconcierto en la
sociedad en la que vivimos que parece que no encontramos valores que nos
merezcan la pena, nos envuelven las crisis de la sociedad que ya son solo la
guerra, las pandemias, la pobreza, los miedos ante lo que ahora tanto se habla
como el cambio climático, sino que la crisis es más hondo porque hay vacío, los
valores que siempre habíamos vivido parece que han desaparecido, en la locura
en que vivimos no sabemos donde vamos a terminar.
Necesitamos esa
palabra o ese grito que, como decíamos nos despierte y nos abra horizontes y
caminos nuevos. ¿Nos estará faltando la esperanza? ¿Habremos dejado de creer en
nosotros mismos y en la humanidad y lo damos todo por perdido? ¿Qué hemos hecho
de la trascendencia que tiene nuestra vida que ahora parece que todo se queda en el momento, en lo que ahora
podamos disfrutar sin perdernos nada y por otro lado nos hemos materializado
tanto que hemos dejado hasta de pensar en unos valores espirituales que nos
eleven?
No son
pesimismos sino realidades que contemplamos desde una esperanza que no nos
puede faltar. No es una palabra cualquiera lo que queremos escuchar, porque ya
hay muchas palabras vanas en la vida que nos ofrecen paraísos imposibles si no
llegamos a darle verdadera profundidad a la vida. Necesitamos esa palabra que
nos haga mirar a nuestro interior, que nos haga encontrarnos con nosotros
mismos, que nos haga descubrir lo que es verdaderamente importante, que nos
eleve también porque andamos demasiado arrastrándonos a ras de tierra.
Como
creyentes sabemos que esa palabra solo puede venirnos de Dios. Es Palabra nueva
y Palabra viva lo que necesitamos, no una palabra cualquiera. Las soluciones que
nos podamos dar nosotros mismos siempre pueden ser soluciones caducas y
efímeras, y queremos algo que nos lleve por caminos de mayor plenitud, que nos
hagan encontrar también nuestra verdadera grandeza. Y eso solo nos puede venir
de Dios.
En este
segundo domingo de Adviento tenemos un mensaje que nos llena de esperanza desde
las dos grandes figuras que se nos presentan, Isaías y Juan Bautista. Isaías
habla a un pueblo que también se siente perturbado por muchas cosas pero les
anuncia tiempos nuevos, no con promesas falsas y vacías, sino con una Palabra
llena de vida y que así se hace veraz.
Habla en
imágenes de un tronco que parece reseco y aparentemente muerto – es la imagen
de la situación en la que vive un pueblo sin Dios – pero del que va a brotar un
renuevo de vida. Todos habremos contemplado alguna vez en nuestros campos un
tronco así tirado por cualquier lugar, pero que vemos que de alguna de sus
yemas aparentemente reseca brota un nuevo tallo lleno de vida y que nos llena
de esperanza porque no está todo perdido.
‘Sobre
él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento,
espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo
inspirará el temor del Señor’, dice el profeta. Y habla de tiempos nuevos de
justicia y de paz ‘porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como
las aguas colman el mar’. Es un anuncio profético de la venida del Mesías
que nos llenará de ese conocimiento de Dios, porque ‘nadie conoce al Padre
sino el Hijo y aquel a quien se lo quiere revelar’, que ahora también a
nosotros nos llena de esperanza en este tiempo de adviento que estamos
viviendo. Podremos llegar también a ese conocimiento del Señor.
Pero es
necesaria una cosa. Nos la recordará el otro personaje que nos aparece en este
domingo, Juan el Bautista. El evangelista nos hace una descripción de su
presencia como voz que grita en el desierto para preparar los caminos del
Señor. No predica Juan en la ciudad, en las sinagogas o en el templo, lo cual
es bien significativo. Hablará en el desierto donde han de abrirse nuevos
caminos, pero que tienen que pasar por la rectificación total de los viejos
caminos que ya de nada nos sirven. Por eso la palabra que emplea el Bautista es
conversión.
Y
conversión no son los apaños de unos arreglitos quedándonos de base con lo
mismo de siempre, sino que conversión es dar la vuelta, es transformación
total, es cambio de apreciación y de vida. No es tarea fácil, es cierto, y fue
la razón por la que tantos rechazaron el mensaje de Jesús y del Evangelio; querían
hacer remiendos, y ya nos dirá Jesús que los remiendos no nos valen. Son
caminos nuevos porque es vida nueva, como tienen que ser odres nuevos porque es
vino nuevo.
Decíamos
al principio que necesitábamos una palabra fuerte y una palabra viva. Aquí la
estamos escuchando hoy en el mensaje de los profetas y en el mensaje del
Bautista. Es un brote nuevo que reverdece donde todo estaba seco y que nos
habla de esperanza y de que es posible esa esperanza para todo aquello que
veíamos al principio que revolvía nuestra vida. Pero es también camino nuevo
que tenemos que ser capaces de construir y de emprender aunque estemos en medio
de desiertos; es la conversión que necesitamos hacer desde lo más profundo de
nuestra vida.
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