Jesús viene para traernos su salvación allí donde estamos y
como estamos, con nuestras parálisis o
con nuestros corazones endurecidos, dejémonos sorprender
Isaías 35, 1-10; Sal 84; Lucas 5, 17-26
El amor
siempre sorprende. Por amor seremos capaces de hacer aun aquello que no
haríamos por todo el oro del mundo. Siempre seremos capaces de tener un nuevo
gesto amor. Nos hace creativos. Nos hace que cuando por cualquier otro motivo
no nos ofreceríamos para ser los primeros, por amor siempre estaremos dispuestos.
Y el amor nos sorprende, lo que no imaginamos allí lo vamos a encontrar. Nos
deja descolocados, porque aquello que no esperábamos lo vamos a encontrar.
Por eso siempre nos sorprende Dios, por eso Jesús continuamente nos estará sorprendiendo con nuevos gestos, con nueva cercanía, ofreciéndonos lo que nadie podría ofrecernos. Continuamente nos está dando muestras de lo que es su amor, de lo que es el amor de Dios, del que es la mejor imagen.
Igual le vemos con la gente
más sencilla rodeado de pescadores, o no le importa sentarse a la mesa tanto
del fariseo que lo invita como del publicano que ofrecerá un banquete porque se
ve honrado con la amistad de Jesús que lo admite a formar parte del grupo de
sus seguidores más cercanos, igual lo veremos que la mujer pública se acerca
para lavarle los pies con sus lágrimas y ofrecerle el ungüento que no recibirá
en su sepultura como se deja tocar el manto por aquella mujer impura por sus
hemorragias.
Pero hoy la sorpresa será mayor. Cuando está
rodeado de tanta gente que ya ni por la puerta pueden entrar, se van a
descorrer las tejas de la azotea para bajar hasta él a un paralítico para que
lo cure. Pero la sorpresa va más allá de la audacia de aquellos hombres que no
temen romper el tejado para hacer llegar al paralítico a los pies de Jesús,
sino que sus primeras palabras no serán para curar lo que tanto ansían, la
invalidez de aquellas piernas, sino para ofrecerle el perdón de sus pecados.
El estupor y
la sorpresa fueron grandes, sobre todo para aquellos que estaban allí para
acechar sus gestos y sus palabras, porque ya comenzaban a desconfiar del
mensaje nuevo que Jesús está propagando. Por allá estaban sentado unos escribas
y unos fariseos, no porque tuvieran interés de escuchar a Jesús en provecho de
sus vidas, sino para acecharlo en aquello que pudiera parecer un desliz y tener
con qué acusarlo. Ahora tienen motivos porque aquellas palabras de Jesús
parecen blasfemas porque se está atribuyendo un poder que solo es de Dios. No
han terminado de entender quien realmente es Jesús.
Este hombre blasfema. ‘¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién
puede perdonar pecados sino sólo Dios?’, fue la reacción de los que estaban allí al acecho. Parecía
que no tenían capacidad en su corazón para ver más allá de este gesto y estas
palabras de Jesús que les sorprenden por lo que parece un atrevimiento de
Jesús.
Solo Dios
puede perdonar pecados, pero solo Dios es el que da la vida y nos puede liberar
de la enfermedad, solo en Dios podemos alcanzar la salvación, les viene a decir
Jesús. ‘¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o decir:
Levántate y echa a andar?’. Y tomó de la mano al paralítico, ‘levántate
y anda’. Podía hacerlo Jesús. Podía perdonarnos Jesús. Es que en Jesús
estaba la salvación. Y el paralítico ‘tomó su camilla donde había estado
tendido y marchó a su casa dando gloria a Dios’. Todos quedaron admirados y
sorprendidos. ‘Hoy hemos visto maravillas’, no les quedó más remedio que
reconocer a todos los allí presentes.
Allí se había manifestado el amor de Dios que nos sana y nos da vida
porque nos da su perdón, que nos levanta de nuestras camillas pero llena de
gracia nuestro corazón.
¿Nos dejaremos sorprender nosotros igualmente por el amor de Dios? ¿Qué necesitamos nosotros más? ¿Seremos el paralítico tendido en la camilla o seremos aquellos que aunque sorprendidos seguimos desconfiados de la salvación de Dios?
Jesús
viene para traernos su salvación allí donde estamos y como estamos, allí con
nuestras parálisis que son algo más que unos miembros que no se pueden mover, o
unos corazones endurecidos que muchas veces no sabemos sintonizar con el amor.
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