Dejémonos
sorprender por Jesús cuando nos cambia las perspectivas para que comencemos a
sentirnos en verdad la familia de los hijos de Dios
Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 84; Mateo 12,
46-50
Nos habrá
pasado que íbamos con mucho entusiasmo a contarlo algo a una persona, porque pensábamos
que era de su interés, era algo quizás importante para su vida, y nos parecía
que le iba a alegrar y nos encontramos que no mostró ningún interés, es más,
por lo que nos dijo parecía que estaba desviando a conciencia la conversación.
Seguramente nos sentimos sorprendidos y desconcertados, casi sin palabras con
las que insistir en lo que veníamos a contar y hasta podríamos sentir
frustración por esa situación. La sorpresa nos dejó boquiabiertos.
No nos gusta
quizás, pero alguna vez tenemos que dejarnos sorprender, porque quizá con
gestos así desconcertantes podemos recapacitar y pensar en algo que realmente
tenga valor, nos haga descubrir otras opciones, y hasta pudiera ser que esa
sorpresa nos pudiera hacer cambiar muchas perspectivas de la vida.
Es con la
capacidad de sorpresa con la que tenemos que acercarnos al evangelio, para
descubrir algo nuevo, para cambiar perspectivas de la vida, para escucharlo de
verdad como una noticia para nuestra vida, algo que se convierta de verdad en
buena noticia para nosotros. Vamos al evangelio muchas veces con las lecciones
aprendidas de memoria, ya nos creemos saber todas las explicaciones y no
llegamos a descubrir la sorpresa que siempre tendría que ser para nosotros la
Buena Nueva de Jesús.
Hoy da la
impresión a primeras vistas que Jesús les da un parón a los discípulos. Han
llegado María, su madre, y algunos parientes – en el lenguaje semita siempre se
dice hermanos – y ante la dificultad que tienen para poder acercarse a Jesús
por la cantidad de gente que le rodea, alguien viene a decirle que allí están
su madre y sus hermanos. Ya sabemos lo que pasa cuando hay mucha gente rodeando
a alguien porque quieren obtener algo, que venga quien venga no dejamos pasar a
nadie, porque no queremos perder vez; cuantos empujones en esas ocasiones. Así
sucedería entonces, pero alguien tiene la precaución de avisarle a Jesús, para
que haga que les abran paso. Pero no fue lo que sucedió.
Y las
palabras de Jesús además sorprendieron. ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis
hermanos?’ Aparentemente parece que se desentiende de su madre y su familia.
Pero es que la buena noticia que Jesús quiere darnos va por otro camino, por
eso sentido. Quiere hablarnos de una nueva familia, quiere hablarnos de una
nueva relación, está abriéndonos a una nueva perspectiva. No niega Jesús la
realidad de la familia y todo lo que significa el amor familiar; quiere darle
una nueva perspectiva, una nueva amplitud; es realmente lo que quiere que
seamos nosotros.
‘Y, extendiendo su mano hacia sus
discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de
mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre’. Una nueva familia quiere crear entre nosotros, con
nosotros. Nos está diciendo que Dios es el único Señor de nuestra vida, y ahí
está lo fundamental de lo que es el Reino de Dios, pero eso va a significar que
quienes así lo reconocemos, lo vamos a hacer nosotros por una palabra que le
dirijamos a Dios llamándole Padre y Señor, sino por una nueva actitud que va a
haber entre todos nosotros.
Cuando decimos que aceptamos y creemos
en el Reino de Dios, estamos diciendo que si Dios es Padre y Señor de todos,
entre todos tiene que haber una nueva relación, un nuevo amor, un nuevo sentido
de familia. Seremos su verdadera familia. Ya en otra ocasión nos dirá que su
madre es el mejor modelo y ejemplo de lo que es cumplir la voluntad de Dios; es
lo que ahora nosotros tenemos que comenzar a ser.
Sorprende esta nueva perspectiva, este
nuevo sentido de relación entre nosotros, esa nueva familia que tenemos que
constituir. Es la Buena Noticia, es el Evangelio que en verdad hoy tenemos que
escuchar.
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