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El
Señor nos llama por nuestro nombre y nos interpela en las lágrimas de los que
lloran a nuestro lado
Cantar de los Cantares 3, 1-4b; Sal 62; Juan
20, 1-2. 11-18
Te encuentras
un niño llorando en la calle y te detienes junto a él y le preguntas, ¿por qué lloras?
Te encuentras una persona encogida en un rincón tratando de disimular sus
sollozos y te acercas a ella y respetuosamente le preguntas ¿por qué lloras? Quizás
un día te encuentras a tí mismo deprimido y hasta medio escondiéndote de tí
mismo y te preguntas ¿por qué lloro?
‘¿Por qué
lloras?’
Quizás si fuéramos más atentos nos daríamos cuenta de cuántas lágrimas se
derraman en nuestro entorno; no nos enteramos quizás por el pudor de quien
llora que medio oculta su dolor y no quiere que nadie le vea llorando, o quizás
nos hemos insensibilizado tanto que no nos damos cuenta de ese llanto que
resuena a nuestro alrededor.
¿Por qué
lloramos? ¿Tristezas que se nos meten en el alma? Frustraciones, metas que no
hemos podido conseguir, personas que se han arrancado de nuestro corazón y no
sabemos por qué, despedidas que rompen al alma, desesperación y angustia ante
lo que vemos que sucede en nuestro mundo y que no vemos quien ponga su mano
para sacarlo a flote, amigos que se van, familiares a los que le llegó el final
de sus vida, luchas a las que no vemos salida, soledades que no encuentran
alivio, dolor y sufrimiento al que no encontramos un sentido, vidas vacías y
llenas de superficialidad que se toman la vida a risa pero por lo que nos dan
ganas de llorar...
Aunque decíamos
al principio que le preguntábamos al niño o a la mujer que encontrábamos
llorando del por qué de sus lágrimas, seamos sinceros con nosotros mismos
porque quizá no le hemos preguntado a una madre por la razón de sus lágrimas,
no hemos tenido la sensibilidad al ir por los caminos para escuchar tantos
llantos detrás de puertas y ventanas, de los que preferimos no enterarnos, o
cerramos los ojos para no ver unas lágrimas rodando mejilla abajo que nos
interpelan.
Me estoy
haciendo esta reflexión porque hemos escuchado esa pregunta primero en boca de
los ángeles del sepulcro, y luego en labios del mismo Cristo, aunque en sus lágrimas
ella no lo reconociera, que se le hacía a María Magdalena que llorando se había
quedado junto a la piedra de la entrada del sepulcro. No había sabido reconocer
el sentido de las palabras de los ángeles que le preguntaban por sus lágrimas,
ni había sido capaz de reconocer al que ella tanto amaba, Jesús, su Señor, que
le interrogaba detrás de ella. Solo una palabra la había despertado de su letargo
y fue la voz de Jesús que la llamaba por su nombre. Todas sus lágrimas se
secaron y la tristeza se transformó en alegría, allí estaba el Señor. Pero era
Jesús quien había venido a su encuentro, era Jesús quien incluso se había
interesado por lágrimas, será al final pronunciado su nombre cuando todo se
transforma y ella ya puede reconocer al Señor. ‘¡Maestro!’, le dice y se
tira a sus pies. Estamos celebrando hoy a Santa María Magdalena.
Cuando
encontremos en la vida a alguien envuelto en sus lágrimas os voy a sugerir que
nos acerquemos a esa persona llamándola por su nombre. Esas lágrimas y ese
llanto tienen un nombre; esas lágrimas y ese llanto son de unas personas
concretas. No son algo anónimo que nos hemos encontrado por el camino, detente
e interésate por la persona, detente junto a eso concreto que está viviendo esa
persona, porque la palabra con la que nos vamos a acercar para ofrecer consuelo
tiene que ser algo concreto de su vida, con sus características y con sus
circunstancias.
Desde nuestro
yo, que también tenemos nuestro nombre, que también somos unas personas
concretas, nos vamos a acercar a un tú que tiene nombre, a un tú que es una
persona con sus características y sus circunstancias. Solo con que le digamos
su nombre, con que hagamos referencia a algo concreto de su vida, estamos
ofreciendo la mejor palabra y el mejor gesto de consuelo.
Pero hay algo
más, en el encuentro con esa persona concreta nosotros vamos a sentir como
Jesús llega a nuestra vida. Aprendamos a reconocer esa presencia del Señor. Tengamos
en cuenta dos cosas, no son personas anónimas porque tienen un nombre y una
vida concreta, pero sepamos también reconocer en ellas la voz del Señor que nos
está llamando por nuestro nombre.
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