La
claridad que necesitan nuestros ojos pasa por parecernos a Jesús que es manso y
humilde de corazón porque así nuestra mirada será siempre límpida
2Reyes 17, 5-8. 13-15a. 18; Sal 59; Mateo 7,
1-5
Hay ocasiones
en que los ojos se nos irritan y la vista se nos nubla; nos cuesta percibir con
claridad las cosas, como si una niebla se interpusiera entre nuestros ojos y la
realidad que nos rodea; todo nos parece turbio, no llegamos a percibir con
claridad y nitidez ni los colores ni los detalles de las cosas; no digamos
cuando una catarata ha nublado esa lente de nuestros ojos que permitiría que
las imágenes llegasen con claridad a nuestra retina.
Pero creo que
todos entendéis que no estoy dando una sesión de oftalmología ni mi interés en
este momento sea la higiene y el cuidado de los ojos. Hay otras miradas, hay
otros nubarrones que se interponen en la relación de unos y otros, hay cosas
que nos irritan el alma y que enturbian nuestra razón y nuestra voluntad. Y no
lo vamos a buscar en agentes externos, sino que tenemos que mirarlo y
descubrirlo dentro de nosotros mismos que nos llenamos de orgullos, que nos
dejamos vencer por el amor propio, que permitimos que malquerencias nos dañen
nuestro espíritu y en consecuencia nuestra forma de mirar a los que están a nuestro
lado. Cuando nos falta la humildad entre los valores que cultivemos, cuando nos
es la sencillez la que nos guía, cuando no es un amor verdadero la pauta de
nuestro actuar, aparecen todas cosas que nos enturbian el alma, que nos
enturbian nuestra mirada.
Es de lo que
quiere prevenirnos hoy esta página del evangelio. Mateo reunió y les dio una visión
de conjunto en lo que solemos llamar el sermón del monte, diversas enseñanzas
de Jesús que probablemente en la realidad fueron surgiendo en esas diarias conversación
de convivencia de Jesús con sus discípulos; en esos momentos se habla de todo,
en esos momentos van apareciendo situaciones a las que hay que darle otro
sentido y de ahí irían surgiendo esas enseñanzas de Jesús, que ahora Mateo nos reúne
en estos discursos al pie de la montaña.
En la
liturgia se nos van ofreciendo en pequeños párrafos que nos van sintetizando
toda esa enseñanza de Jesús. La pedagogía de la liturgia tiene así una gran
riqueza, porque nos hace reflexionar en cada momento en situaciones distintas
que nos hacen mirar de una manera muy concreta lo que es nuestra vida. Como nos
sucede hoy al hablarnos de alguna manera de esa mirada limpia que siempre hemos
de tener de los demás. ¿Quiénes somos nosotros para hacer unos juicios de valor
de lo que los otros hacen? ¿Es que acaso estamos en su interior para saber lo
que realmente pasa en su corazón? Como nos viene a decir hoy Jesús, mejor nos
miráramos a nosotros mismos antes de hacer un juicio de los demás.
‘No
juzguéis, para que no seáis juzgados…’ nos dice Jesús. Y nos enseña a mirarnos primero a
nosotros mismos antes de hacer un juicio de los demás. Suele suceder con mucha
frecuencia que eso mismo que criticamos de los otros son situaciones por las
que nosotros pasamos y de las que no sabemos cómo salir, aunque bien lo
disimulamos. Y nos dice Jesús que la medida que usamos con los demás será la
medida que usarán con nosotros, o contra nosotros.
Y terminará diciéndonos Jesús: ‘¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu
hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?’ Mirémonos a nosotros mismos y démonos
cuenta de que no somos tan perfectos como queremos aparentar, o como queremos
restregarle en las narices a los demás. Es nuestro orgullo que nos sube en
pedestales; el amor propio y la soberbia que no nos deja reconocer lo que
realmente somos, lo que hay en nosotros. Qué importante es la humildad, la
sencillez de corazón; por eso nos dirá en otro momento que aprendamos de El que
es manso y humilde de corazón. La claridad que necesitan nuestros ojos.
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