En la
Sagrada Familia de Nazaret encontramos un sentido y valor que hemos de saber
ofrecer a nuestro mundo y contribuya a la riqueza de los valores de la familia
humana
Eclesiástico 3, 2-6. 12-14; Sal 127;
Colosenses 3, 12-21; Lucas 2, 41-52
En este
domingo que sigue al día de Navidad es tradicional en la liturgia de la Iglesia
que se nos presente a nuestra consideración la Sagrada Familia de Nazaret.
Aunque no son muchos los datos que nos ofrece el Evangelio de la vida de Jesús
transcurrida en el seno de la familia esos pequeños cuadros que se nos ofrecen
de la infancia de Jesús nos llevan a mirar a esta familia en cuyo seno quiso
encarnarse y nacer y crecer como hombre el Hijo de Dios. Nuestra mirada se
dirige a Nazaret, verdadera escuela de sabiduría para la familia cristiana.
El episodio
que se nos ofrece hoy en el evangelio nos habla de ese momento en que Jesús
niño se hacía hombre y según las costumbres judías en esa edad de la pubertad
comenzaba ya a mirarse como hombre pudiendo incluso tomar sus decisiones. Pero
ello, aunque sucedido en una subida al Templo de Jerusalén para la fiesta de la
Pascua – algún significado puede tener también en relación a la Pascua en que
Cristo se había de entregar haciendo su propia Pascua –, se enmarca en la
estancia de Jesús en Nazaret, a donde se dice que bajó y estaba sujeto a ellos,
queriendo significar ese vivir en el seno de aquella familia de Nazaret.
Este querer
contemplar el cuadro de la Sagrada Familia de Nazaret nos vale para echar
también una mirada a nuestras familias, con sus luces y con sus sombras, a las
que nosotros pertenecemos o que nosotros formamos, donde hemos crecido
como hijos y hemos madurado como
personas, donde nos hemos desarrollado aprendiendo todos esos valores humanos y
espirituales que nos hacen crecer y que nos hacen madurar en la vida. Es
variado como un abanico multicolor el sentido y la vivencia de la familia que
podemos contemplar en nosotros y podemos contemplar en nuestro entorno.
No somos
quienes para enjuiciar esa variopinta realidad del sentido de familia que
podemos contemplar donde siempre tenemos algo que aprender pero que tendría por
otra parte que ayudarnos a clarificar el concepto y el sentido que desde
nuestros valores cristianos nosotros queremos vivir. Cada uno puede tener su
sentido desde sus propios valores y desde el sentido que le quiera dar a su
vida. Nosotros, que decimos que el sentido de nuestra vida lo encontramos en
nuestra fe en Jesús y en el espíritu del Evangelio, es desde ahí donde tenemos
que ahondar, profundizar para vivir esa realidad de nuestra vida. Es lo que
tenemos que clarificar con toda profundidad, con un respeto grande también a lo
que puedan sentir o vivir lo demás, el sentido de nuestra vida desde nuestra fe
en Jesús que será lo que llamamos un sentido cristiano.
En la carta a
los Colosenses, que se nos ofrece en la liturgia de hoy, se nos presentan una
serie de valores importantes para el crecimiento y maduración de los miembros
de la comunidad cristiana que pueden ser en verdad piedras miliares que nos señalen
un camino, verdaderos cimientos y fundamentos del edificio de nuestra vida. Se
nos habla de revestirnos, que no es simplemente ponernos un vestido como un
disfraz sino algo más profundo porque será dar la verdadera imagen de lo que
tiene que ser nuestra vida.
‘Revestíos, se nos dice de compasión
entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia…’ y añade lo importante que es la aceptación mutua y el
perdón cuando queremos caminar caminos de paz y de amor. Un camino de
sencillez, un camino de autenticidad, un camino de humildad, un camino de
acogida mutua ofreciendo de nuestra parte lo mejor de nuestra ternura. Podrían
parecer cosas intranscendentes y que no tienen tanta importancia, pero son
verdadero norte de nuestra vida. Aleja de nosotros la falsedad y la vanidad,
aleja de nosotros el orgullo y todo tipo de violencia, pone en nosotros lazos
que nos llevan al encuentro y a la unidad, van encauzando nuestra vida por todo
lo que signifique diálogo y entendimiento.
Si fuéramos capaces de ir cultivando en
nuestra vida, en nuestras relaciones con los demás, y en este caso en nuestras
relaciones familiares esos valores qué entorno de felicidad podríamos ir
creando, qué semillero de vida haría florecer en nosotros las mejores virtudes,
qué caldo de cultivo más maravilloso tendríamos para nuestro crecimiento y maduración
como personas. Sería lo que querríamos hacer en el seno familiar en todos sus
miembros y sería la mejor oferta que pudiéramos hacer para el crecimiento de
los frutos de nuestro amor que son los hijos.
Hoy lo queremos contemplar en aquel
hogar de Nazaret. ‘Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres’, nos describe el evangelista lo que
significó para Jesús aquel entorno familiar de Nazaret. Es lo que hoy queremos
aprender para nuestra vivencia personal y familiar. Nos decía también la carta
a los Colosenses algo que no podemos olvidar para una familia creyente y para
una familia que en Cristo quiere encontrar toda su luz y todo su sentido: ‘Sed
también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su
riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad
a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y
todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Jesús, dando
gracias a Dios Padre por medio de él’.
Solo en el Señor, con la fuerza del espíritu
del Señor podremos conseguirlo; así ha de estar presente en nuestra vida
nuestra acción de gracias y nuestra alabanza al Señor, pero también la escucha
atenta de su Palabra. Es nuestra luz y nuestra fuerza. Es lo que contemplamos
en Nazaret y es la oferta que nosotros podemos hacer también a nuestro mundo
para esa riqueza grande que es el matrimonio y es la familia.
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