Nos
detenemos en las páginas del evangelio para contemplar y sentir como se
desparrama toda la humanidad de Jesús en su ternura y cercanía
Tobías 11, 5-18; Sal 145; Marcos 12, 35-37
‘Una muchedumbre numerosa le
escuchaba a gusto’, termina diciendo
hoy el evangelio.
Escuchar a gusto. Sentirse a gusto. ¿Con quien nos sentimos a
gusto en la vida? Son variadas las experiencias que podamos tener en este
sentido. Como solemos decir todo el mundo no nos cae bien, con todo el mundo no
nos sentimos a gusto de la misma manera. Tiene que haber algo que nos haga
sintonizar con la otra persona. Claro que comenzamos por los lazos familiares,
los lazos de la sangre, en nuestro hogar, con nuestros padres, con nuestros
hermanos, con los familiares más cercanos. Nos sentimos acogidos y amados y de
la misma manera mostramos nuestra ternura hacia aquellos seres que nos quieren
y a quienes queremos.
Pero nuestra sintonía es más amplia, y
ahí están los amigos, aquellos con los que de alguna manera quizás hemos
convivido desde nuestros juegos de niños o aquellos que han ido apareciendo en
el camino de la vida y con los que pronto entramos en sintonía por diversos
motivos o razones. Algo que nos une, que nos hace entrar en comunión, algo que
haya ido creando esa cercanía y esa amistad, que crea lazos de ternura en el
corazón; compartimos ilusiones y sueños, sabemos caminar juntos respetándonos
nuestras personales posiciones pero sintiendo que ahí podemos encontrar siempre
un punto de apoyo en nuestra vida que no nos va a fallar.
Y así ampliamos nuestro círculo en el
ámbito de la comunidad humana en la que vivimos porque nos sentimos respetados
y valorados pero también porque sabemos descubrir cosas hermosas en el camino
de los demás que nos enriquecen humanamente y nos hacen crecer como personas.
Muchas consideraciones podríamos hacernos siguiendo este camino, que nos hace
sentirnos a gusto en la vida, que nos llena de ilusión, que despierta
esperanzas y lo mejor que llevamos dentro de nosotros mismos.
Pero volvemos al punto de arranque de
estas consideraciones que nos hemos venido haciendo cuando escuchábamos que la
gente se reunía en torno a Jesús y le escuchaban con gusto. Allí estaba derramándose
con profusión toda la humanidad de Jesús en esa cercanía con que se manifestaba
hacia todos, esa acogida y esa escucha, pero también esa palabra sabia que
encendía corazones, que despertaba ilusiones y esperanzas, que les hacía soñar
como algo ya cercano en ese mundo nuevo que todos ansiaban. Podríamos
detenernos a contemplar esos gestos de Jesús y su mirada.
Es lo que vemos en Jesús cercano a los
pequeños, a los pobres y a los humildes; ahí vemos a Jesús con un corazón
abierto a todos y que a todos valoraba, fueran hombres o fueran mujeres, fueran
pequeños o fueran ancianos, fueran jóvenes con los ojos brillantes de ilusión o
fueran los que eran despreciados y discriminados por los que se querían sentir
grandes y poderosos. Cuántos moldes se rompían, cuántas barreras se caían,
cuántas costumbres convertidas en leyes de rutina se cambiaban.
Esa ternura del corazón de Cristo hacía
que todos se acercaran a Jesús porque querían escucharle, porque querían
sentirle a su lado, porque ansiaban aunque solo fuera tocar la orilla de su
manto. Nadie se sentía lejano de Jesús y los que eran considerados como
pecadores sabían que en Jesús iban a encontrar aquel gesto lleno de compasión y
misericordia que les hacía levantarse de la miseria de sus pecados.
Venían de todas partes para escuchar a
Jesús, para sentir que con su presencia sus corazones se enardecían y se
llenaban de un calor nuevo porque comenzaban a comprender bien lo que era el
amor cuando así se sentían amados de Jesús, que a nadie rechazaba y que a todos
acogía. Se sentían a gusto con Jesús. En El encontraban siempre la misericordia
y la paz. Mucho tendríamos que detenernos en las páginas del evangelio.
¿Será así como nosotros nos sentimos en
su presencia? ¿Será ese el ardor de nuestro corazón cuando estamos en oración?
¿Con esa ansia y ese deseo queremos escuchar su Palabra y leemos la Biblia?
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