Dios
nos llama a la vida y quiere para nosotros una vida en plenitud, esa es nuestra
esperanza y la trascendencia que le damos a nuestro vivir
Tobías 3, 1-11a. 16-17ª; Sal 24; Sal 24
Algunas veces podemos dar la impresión
que vivimos una religión de muerte y no de vida. ¿Por qué me atrevo a hacer
esta afirmación? Fijémonos como una gran parte de nuestra gente los actos
religiosos que viven están más relacionados con la muerte que con la vida. Voy
a Misa, te dicen algunos, porque la misa hoy es por mi padre, por ejemplo, y
toda la referencia que hacen de la celebración es que quieren recordar y rezar
por un difunto.
Ya sabemos como mucha gente no va a la
Iglesia sino a un entierro de algún familiar o alguien conocido o a la
celebración de la misa cuando es por un difunto en particular con quien se haya
tenido alguna relación familiar, de amistad o vecindad. Hay quien tiene la
expresión incluso de decir que reza a sus difuntos. Habría incluso que analizar
si ese recuerdo religioso que se tiene del difunto es pensando en la vida
eterna o es solo el recuerdo lleno de tristeza y angustia que podamos tener de
él.
Hoy en el evangelio se nos presenta al
grupo de los saduceos que no creían en la resurrección de los muertos. Y vemos
las preguntas y planteamientos que le quieren hacer a Jesús sacando a relucir
aquel ley del levirato por la cual si moría un hombre sin descendencia la
obligación de sus hermanos era casarse con la mujer viuda para darle una
descendencia; presentan el caso extremo de la mujer que llegó a tener siete
maridos porque fueron muriendo uno tras otro sin dejar descendencia y los
saduceos tratando de ridiculizar a los que creían en la resurrección se
preguntan de quien será esposa aquella mujer cuando llegue el día de la
resurrección.
Jesús les dice claramente que la
resurrección no significa volver a vivir una vida semejante a la de la hora de
este mundo, sino que es otra cosa. La vida eterna no es repetir la vida que
hemos vivido en este mundo temporal sino que nos habla de una plenitud que
vivimos en Dios. Y para aclararles que Dios no es un Dios de muertos sino de
vida, les recuerda la formula tan repetida en la Biblia del Dios de Abraham, el
Dios de Isaac y el Dios de Jacob que era una expresión que reflejaba la fe del
pueblo de Israel y Jesús nos dice no es un Dios de muertos sino de vivos.
Cuando vivimos nuestra relación con
Dios no es solo por el temor, por decirlo así, de la muerte que podamos tener.
Dios nos llama a la vida y quiere para nosotros una vida en plenitud. Ahora en
el momento presente vivimos con nuestras limitaciones humanas y con las
consecuencias del pecado, pero recordemos como Jesús en el Evangelio nos dice
que quiere llevarnos con El. ‘Voy a prepararos sitio para que donde yo esté,
estéis también vosotros’, les dice a los apóstoles en la despedida de la
última cena.
Y para nosotros la muerte no es ese
final irremediable donde todo ya se acabó para siempre, sino que tenemos la
esperanza de ir a vivir en Dios, en la plenitud de Dios. Por eso ahora queremos
vivir nuestro momento presente en amistad con Dios, en el amor de Dios viviendo
con toda fidelidad lo que nos enseña Jesús en el evangelio, para que no haya
esa ruptura con Dios y cuando nos llegue la hora de la muerte podamos vivir
para siempre en esa amistad de Dios, en esa plenitud de amor de Dios. Nuestra
relación con Dios no está motivada en la muerte sino en la vida, porque
queremos vivir esa plenitud de la vida en Dios.
Creemos en la resurrección y esperamos
la vida eterna. Son artículos de nuestra fe que profesamos cuando recitamos el
Credo. Pero muchas veces por nuestra forma de vivir tan apegados a esta vida
terrena parece como si hubiéramos perdido ese sentido de trascendencia y esa
esperanza de vida eterna que nace de nuestra fe. Muchas veces parece como si
solo nos interesara la vida del mundo presente; cuando pensamos en la muerte,
con lo apegados que estamos a la vida terrena, nos llenamos de temor porque
hemos perdido esa esperanza de la resurrección. Por eso esas amarguras y
angustias ante la muerte, ya sea pensando en la propia que un día nos llegará o
cuando tenemos que enfrentarnos al hecho de la muerte de nuestros seres
queridos.
¿Pensamos de verdad que tras la muerte
nuestros seres queridos se han ido a estar en la presencia de Dios para
siempre? ¿Pensamos que un día cerraremos los ojos a la vida de este mundo para
abrirnos a la plenitud del cielo, o sea, de la vida en Dios para siempre? ¿Nos
preparamos acaso para ello?
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