Las
prisas del amor lleno de mil gestos de delicadeza para ir al encuentro con los
demás con la certeza de que en ese amor está presente Dios
Romanos 12, 9-16b; Sal.: Is. 12, 2-3.
4bcd. 5-6; Lucas 1, 39-56
El amor siempre tiene prisa pero está
hecho de infinitos gestos y detalles de delicadeza. Quien ama de veras no va de
pasivo por la vida; quien ama de veras no espera que otro empiece sino que
buscará siempre la manera de ser el primero en servir. Pero la prisa en el amor
no le hace descuidado sino delicado, buscando los mil detalles en los que puede
servir.
Hoy ha comenzado el evangelio
diciéndonos que ‘María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la
montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel’.
No se puso a pensar en las distancias, que largo era el camino de Nazaret hasta
las montañas de Judá; no se puso a pensar en si misma, en cuyo cuerpo comenzaba
a gestarse el hijo de Dios que en ella se encarnaba; no se puso a pensar en las
consecuencias que aquella marcha tan precipitada podía tener para sus
relaciones con José con quien estaba prometida. La llamó el amor y se puso en
camino de prisa. Sintió el impulso del amor y allí estaba ella para servir a su
prima Isabel que también esperaba un hijo siendo ya muy mayor.
En este último día de Mayo, en un mes
mariano por excelencia en la devoción del pueblo cristiano, la liturgia nos
invita a contemplar la visita de María a su prima Isabel. Muchas pueden ser las
cosas objeto de nuestro comentario, en los saludos de ambas mujeres, en la reacción
de Juan en el seno de Isabel al escuchar el saludo de María, en las alabanzas
de Isabel a la fe de María o en el cántico de alabanza y acción de gracias en
que María prorrumpe inspirada por el Espíritu. En muchas ocasiones hemos
comentado este texto del evangelio y nos hemos hecho muchas reflexiones.
Yo quería fijarme en las prisas del
amor, como ya hemos comenzado comentando. ‘María se levantó y se puso en
camino de prisa hacia la montaña’, resaltamos. Nos cuesta levantarnos, nos
cuesta reaccionar en tantas ocasiones. Le damos vueltas y vueltas a la
respuesta que tendríamos que dar ante las situaciones que se nos presentan y
pensamos primero en nosotros mismos o en nuestras cosas y sopesamos
excesivamente las consecuencias que nuestros actos podrían acarrearnos. Pero el
amor, si es verdadero, tiene prisa siempre por manifestarse.
La primera lectura de la carta de san
Pablo nos da unas pistas concretas para que se manifieste la autenticidad de
nuestro amor. Ni hacemos las cosas por vanidad ni las hacemos como un
fingimiento para aparentar; será siempre algo que salga de lo más profundo del
corazón, ponemos corazón en lo que hacemos, ponemos toda nuestra ternura y
nuestra delicadeza; por eso el amor no humilla ni al que ama ni al que es amado,
porque quien ama sabe ponerse delicadamente a la altura de aquel a quien sirve
y sabrá hacerle sentir el gozo de la valoración que hacemos siempre de la
persona, de toda persona.
El amor llena de alegría a aquel que
ama lo mismo que al que se siente amado; el amor es paciente pero sabe también
encontrar el momento oportuno pero dándose prisa por servir con nuestro amor a
quien se encuentra en la necesidad; el amor verdadero abre las puertas de los
corazones porque primero que nada hemos sabido poner en nuestro corazón a aquel
a quien vamos a servir y quien se siente amado al verse enaltecido se siente
también movido a la generosidad. El amor verdadero elimina barreras y
distancias porque quien ama se sabe poner al lado del amado tendiendo los
puentes del amor y de la ternura. El amor se hace delicadeza porque nuestra
preocupación no es de dar cosas sino que principalmente nos damos a nosotros
mismos.
Hoy lo contemplamos en María en la
visita que hace a la casa de su prima Isabel. Es la María que veremos en otro
lugar del evangelio con los ojos atentos para descubrir donde hay una necesidad
o un problema como lo hizo en las bodas de Caná de Galilea. Hoy nosotros como
María queremos tener también esa misma prisa del amor, sabiendo además que con
nuestro amor estamos llevando como María a Dios con nosotros pero reconociendo
también que en aquel a quien vamos a amar nos vamos a encontrar a Dios.
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