Una
oración llena de confianza nacida de un corazón humilde que se siente pecador y
ha experimentado la misericordia del Señor mostrándose misericordioso con los
demás
Eclesiástico 44,1.9-13; Sal 149; Marcos 11,
11-25
Hay días que nos parecen una rutina, nos
parece que todo es igual, que no sucede nada extraordinario sino que es el
sucederse de las horas y los minutos en que nos parece que estamos haciendo lo
mismo de siempre; días que se nos pueden volver cansinos y aburridos, pero a
los que toda persona madura sabe sacar provecho porque en esas cosas ordinarias
que parece que se repiten sin embargo saben realizarlas con tal intensidad que
parece que les dan una novedad a cada instante y a cada día. Siempre podemos
encontrar una luz, un mensaje, algo positivo de aquello que hacemos que nos
enriquece y que nos hace saborear la vida que estamos viviendo.
Hoy nos encontramos con un relato del
evangelio que nos puede parecer como una crónica sencilla de lo que era la vida
de Jesús cuando subía a Jerusalén. Es cierto que está enmarcado por algunos
acontecimientos, pero todo parece un ir y venir de Jerusalén a Betania y su
vuelta, porque parece como si fuera su lugar de hospedaje en sus visitas a la
ciudad santa; por algo en otro momento nos aparecerá la amistad grande que
Jesús tiene con aquellos hermanos de Betania, Lázaro, Marta y María.
Algo tan sencillo como sentir el
incomodo de no encontrar frutos en la higuera cuando Jesús a su paso sintió
hambre y quiso tomar unos higos que no encontró, porque quizá no era el tiempo
propicio, pero que sin embargo dará pie para un mensaje de Jesús sobre el valor
de la oración y de cómo hemos de hacerla. En medio, es cierto, está la
expulsión de los vendedores del templo que motivará aún más a aquellos que
quieren quitarlo de en medio aunque no se atreven porque el pueblo escucha con
gusto a Jesús.
Y es que en esos actos que nos parecen
sencillos y normales, como la rutina de cada día en las andanzas de Jesús para
nosotros siempre es Evangelio, siempre tienen una Buena Nueva de salvación que
trasmitirnos. Y es aquí donde tenemos que saber abrir nuestro corazón para
encontrar una palabra de vida, una luz de salvación para nuestra vida. En cada
cosa, en cada detalle hemos de saber encontrar ese mensaje.
A Jesús le da pie para dejarnos un
mensaje aquel momento que en cierto modo sirvió de desconcierto para los discípulos
en que Jesús maldijera la higuera porque no le daba fruto y aquella higuera se
secara. ¿Seremos acaso como aquella higuera que no damos fruto porque así de
seca y de árida está nuestra vida? Ya podía ser un interrogante que se nos
planteara y nos hiciera recapacitar de cómo tenemos que buscar la manera de que
nuestra vida no fuera tan infructuosa y
tan estéril. ¿Dónde tenemos que enraizar nuestra vida para que podamos dar
fruto? No nos quedemos en la vanidad del ramaje como tantas veces llenamos
nuestra vida de apariencias, pero entre cuyos ramajes no se va a encontrar ningún
fruto.
Ya Jesús en otro momento nos dirá que
los sarmientos tienen que estar bien injertados en la vid para que puedan dar
fruto. No podemos ser solo unas ramas llenas de hojas sino que en nosotros
tiene que florecer algo más que al final nos de un buen fruto. Nos habla Jesús
de la necesidad de la oración y de la oración llena de confianza en el Dios que
nos ama que es a quien dirigimos nuestra oración y nuestras súplicas. Una oración
llena de confianza pero una oración nacida de un corazón humilde que se siente
también pecador pero un corazón que habiendo experimentado la misericordia del
Señor así se muestra también misericordioso con los demás.
‘Tened fe en Dios, nos dice. Os aseguro que si uno dice a este monte:
Quítate de ahí y tírate al mar, no con dudas, sino con fe en que sucederá lo
que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: Cualquier cosa que pidáis en la
oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis. Y cuando os pongáis a
orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del
cielo os perdone vuestras culpas’.
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