Hoy
queremos contemplar al Sacerdote que hace la ofrenda de toda la creación, al
Pontífice que ofrece el Sacrificio, al Sumo Sacerdote que en su sangre consuma
la alianza nueva y eterna
Jeremías 31, 31-34; Sal 109; Marcos 14, 12a.
22-25
En este jueves posterior a la fiesta de
Pentecostés se nos invita a celebrar una fiesta muy especial, muy sacerdotal.
Celebramos a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Le contemplamos como el
Pontífice que ofrece en sí mismo el Sacrificio de la Alianza Nueva y Eterna
cuando inmola su Cuerpo, derrama su Sangre por nosotros y por todos los hombres,
pero que une también en sí mismo el cántico de toda la creación en alabanza al
Creador.
La lectura del profeta nos anuncia un
tiempo nuevo, una Alianza nueva en que Dios inscribirá su ley en nuestros
corazones, una alianza que ya no será como la del Sinaí sino una Alianza nueva
y eterna donde Dios será nuestro Dios de una vez para siempre y nosotros
seremos el pueblo de esa nueva alianza sellada en la sangre de Cristo.
Por eso el evangelio nos recuerda el
episodio de la última cena con la Institución de la Eucaristía, pero donde
Cristo mismo se nos da, nos da su Cuerpo entregado por nosotros, nos da su
sangre derramada como Sangre de esa Alianza nueva y eterna. Y es Jesús ese
Pontífice eterno que no ofrece un sacrificio cualquiera sino el sacrificio de
sí mismo que así se inmola por nosotros.
Hoy queremos recordarlo y celebrarlo.
Hoy contemplamos una vez más ese Sacrificio en que Cristo por nosotros se
inmoló. Pero hoy de manera especial queremos contemplar al Sacerdote que hace
la ofrenda, al Pontífice que ofrece el Sacrificio, al Sumo Sacerdote que en su
sangre consuma esa alianza nueva y eterna.
Y de ese Sacerdocio de Cristo
participamos todos desde nuestro Bautismo porque con Cristo hemos sido hecho sacerdotes,
profetas y reyes. Es lo que ordinariamente llamamos el sacerdocio común de
los fieles, pero que es esa participación que del Sacerdocio de Cristo todos
tenemos porque todos con Cristo también estamos llamados a hacer la ofrenda, a
ofrecer el Sacrificio de alabanza de toda la creación, pero a ofrecer también
la entrega de nuestra propia vida en el amor desde esa participación que
tenemos del Sacerdocio de Cristo.
Es la ofrenda que hacemos cada día de
nuestra vida, es el amor con que nos entregamos para en todo buscar siempre la
gloria de Dios, es ese unirnos al cántico de toda la creación que se convierte
en alabanza al Señor, es ese cántico continuo de acción de gracias que hemos de
saber elevar al Señor cada día y a cada instante porque todo siempre
reconocemos la mano y la presencia del Señor.
Cómo tendríamos que saber convertir
cada cosa que realicemos en un cántico de alabanza y de acción de gracias; cómo
también tenemos que saber ofrecer nuestra vida para que todo sea para la gloria
del Señor, haciendo ofrenda también como un sacrificio agradable al Señor todo
aquello que nos pueda llenar de sufrimiento pero que desde nuestros dolores,
nuestras enfermedades, desde los sufrimientos de nuestro cuerpo o de nuestro
espíritu, desde los problemas o dificultades que muchas veces pueden amargar
nuestra vida nos unimos a los dolores de la pasión de Cristo para que así todo
se convierta en gloria y alabanza al Señor.
Qué hermoso el ejercicio del Sacerdocio
de Cristo que podemos ejercer y realizar desde nuestra vida de cada día.
Pensemos además lo importante es que la Iglesia toda se sienta pueblo
sacerdotal, en esa participación del sacerdocio de Cristo, para que sea la que
dirija en verdad ese cántico de alabanza de toda la creación al Creador.
Y por supuesto cuando estamos hoy
celebrando el sacerdocio de Cristo tenemos muy presente a todos aquellos que
han hecho de su vida una especial consagración al Señor para vivir ese
sacerdocio en su función ministerial desde el Sacramento del Orden Sacerdotal
que han recibido. Es una participación más especial del Sacerdocio de Cristo
que los convierte en pastores y guías de la comunidad cristiana con Cristo,
Buen Pastor, pero que en función de su ministerio tienen también la misión de
congregar al pueblo de Dios para que ejerzan ese sacerdocio en la ofrenda de la
Iglesia y en la celebración de los Sacramentos que de manera especial nos van a
hacer presente a Cristo por la acción del Espíritu.
Momento, pues, para unirnos a los
sacerdotes, nuestros pastores, para vivir en comunión con ellos, para orar por
ellos y para pedir al Señor que sean muchos los llamados porque la mies es
abundante pero los obreros son pocos. Oremos por los sacerdotes y por las
vocaciones a la vida sacerdotal.
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