Que
se manifiesten las señales del Pentecostés en nosotros y en la Iglesia porque
aparezcan resplandecientes los dones y los frutos del Espíritu Santo
Hechos 2, 1-11; Sal 103; 1Corintios 12,
3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23
Cuando hay amor saltan todas las barreras
y las diferencias y no necesitamos de ningún idioma para comunicarnos porque el
lenguaje del amor está por encima de todos los lenguajes convencionales que nos
hayamos dado los hombres para entendernos. Son las miradas aunque no siempre
son necesarias, son los gestos aunque parezcan que pasan desapercibidos, será
la expresión de nuestros ojos y nuestra mirada, y sin palabras nos escuchamos,
sin recursos de lenguajes humanos nos entendemos, porque será la humanidad que
en cierto modo nos hace divinos que llevamos en el corazón la que grite y se
comunique.
No nos extraña que las puertas cerradas
no fueran obstáculo para la llegada de Jesús con la fuerza de su Espíritu ni
que se entendieran todos aquellos que estaban aquella mañana en Jerusalén con
tan diversos idiomas, pero es que entonces estaba hablando el lenguaje del
Espíritu que siempre es lenguaje y espíritu de amor. Estoy haciendo referencia
a dos de los textos que hoy se nos proponen, por un lado el de la tarde de
aquel primer día de la semana cuando Jesús resucitado se manifiesta a los discípulos
reunidos y encerrados en el Cenáculo, de lo que además tenemos más cosas que
aprender por una parte, y por otra al episodio de Pentecostés cuando después de
haber irrumpido la fuerza y el fuego del Espíritu sobre los Apóstoles todos comienzan a entenderles como si
hablaran el mismo idioma; se habían llenado del espíritu del amor.
Es lo que hoy estamos celebrando y
tenemos que esforzarnos también en vivir. No se trata solo de celebrar un
recuerdo sino celebrar y vivir lo que ahora mismo tendría que estarse
realizando en nosotros a quienes también se nos ha regalado del don del Espíritu
Santo. Celebramos Pentecostés y lo hacemos haciéndolo en cierto modo sacramento
para nosotros porque no solo recordamos lo sucedido en el Cenáculo cuando vino
el Espíritu Santo sobre los Apóstoles allí reunidos sino que eso, como en todo
sacramento, se actualiza, se hace presente también ahora en nosotros.
Estamos contemplando cómo se manifiestan los dones y frutos del Espíritu en los Apóstoles que habían recibido el don del Espíritu Santo prometido en aquel fuego nuevo que sentían por dentro para comenzar a hablar de Jesús con total valentía y arrojo. El don del Amor de Dios se había derramado en sus corazones y comenzaba a manifestarse una nueva unidad, una nueva comunión en todos los que comenzaban a creer en Jesús; se enardecían sus corazones por la fuerza del Espíritu y se rompían las barreras y las diferencias para crear una nueva comunidad.
Comenzaban todos a creer en verdad en
Jesús como su única salvación y algo nuevo los unía porque ya ni incluso
necesitaban aprender idiomas para comunicarse porque era el lenguaje del amor
el que los comunicaba y hacía entenderse. Nada ya podía distanciarlos porque
esas deudas humanas que tantas veces nos guardamos los unos de los otros se
diluían con el perdón porque para eso habían recibido el Espíritu, como les dio
Jesús a los Apóstoles en la aparición pascual.
Pero celebramos Pentecostés, como
decíamos, no solo en el recuerdo sino porque en nosotros también se ha
derramado ese fuego del Espíritu; ese fuego del Espíritu que nos arde por
dentro de nuestro corazón cuando ya podemos comenzar a sentir la presencia de
Jesús en nosotros aunque nuestros ojos quizá no lo vean, como aquellos discípulos
de Emaús, y podamos proclamar en verdad que Jesús es el Señor; ese fuego del Espíritu
que nos hace entender con mayor claridad todo lo que ha de significar la
comunión de hermanos que hemos de vivir y que nos hace sentirnos en verdad
Iglesia de Jesús; ese fuego y esa luz del Espíritu que diluye las barreras que
nos separan poniendo el perdón y la reconciliación como algo necesario y
fundamental en nuestras vidas para lograr esa nueva humanidad en nuestras
relaciones y ese encuentro de amor y de fraternidad que en cierto modo nos hace
divinos.
Me pregunto si estaremos en verdad
celebrando Pentecostés. Y la prueba de que estamos celebrando Pentecostés es
que en nosotros se manifiestan los dones y los frutos del Espíritu. El quiere
actuar en nosotros y algunas veces nos mantenemos en nuestras cobardías y en
nuestros miedos y no terminamos de dejar caer esas barreras y esas diferencias
que ponemos entre nosotros. Parece como si quisiéramos apagar ese fuego del Espíritu.
No hagamos oposición al Espíritu Santo, dejémonosle actuar, dejémosle que se
manifieste en nosotros, que aparezcan esas señales nuevas porque nuestra vida y
nuestros gestos, los signos y señales que damos con nuestra vida sean en verdad
distintos después de vivir Pentecostés.
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