Si con apertura de espíritu escuchamos la Palabra será en
verdad buena noticia, porque cada vez que lo escuchemos algo nuevo
descubriremos de cómo tiene que ser nuestro amor
Levítico 19,1-2.11-18; Sal 18; Mateo
25,31-46
Necesitamos en la vida que se nos pongan
metas altas, que se despierten en nuestro corazón nobles ideales, que haya algo
en nuestro interior que nos sacuda en lo más profundo de nosotros y no nos deje
adormecernos en nuestras rutinas, que sintamos que algo nuevo podemos vivir y
eso nos haga superarnos y mirar con ilusión cuanto tenemos que hacer, que nos
haga mirar con mirada nueva cuanto hay a nuestro alrededor para no dejarnos
llevar por la modorra y al mismo tiempo nos haga descubrir a las personas que están
a nuestro lado cada una con su ilusión y esperanza, pero también con sus
dolores y sufrimientos. No podemos caminar por la vida con los ojos cerrados,
pero ya sabemos que se nos filtran muchas cosas que nos pueden enturbiar
nuestros ojos y distorsionar nuestra mirada.
El Evangelio cuando lo escuchamos con
toda sinceridad y sin prejuicios y estereotipos tendría que ser ese aldabonazo
que resuene en nuestra conciencia y nos despierte nuestro espíritu. Y es que
hay el peligro de escuchar el evangelio con la rutina del que ya se lo sabe y
termine por no ser buena nueva, buena noticia que nos anuncie y nos ayude a
descubrir ese mundo nuevo que podemos y tenemos que construir entre todos cada día.
Nos sabemos de memoria los mandamientos
y somos capaces de repetirlos de carrerilla y por eso no escuchamos ese primer
grito que suena fuerte como portada. ‘Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Meta alta, podríamos decir. Hemos de ser
santos, porque el Señor nuestro Dios es santo. Hemos de ser santos imitando,
copiando en nosotros la santidad de Dios.
Y ¿cómo ha
de ser esa santidad? En el amor que le tengamos al hermano, a todo hombre, a
toda persona sin distinción. En el relato del Levítico se nos manifiesta en lo
que no hemos de hacer al otro. Todo lo negativo que haga sufrir al otro ha de
desaparecer de nuestra vida si queremos vivir la santidad de Dios. Jesús a lo
largo del evangelio y sobre todo en el sermón de la montaña nos dirá que hemos
de amar incluso a los enemigos y a los que nos hacen mal, porque ¿qué mérito
tenemos si hacemos como aquellos que solo aman a los que los aman?
Hoy, con otros
textos del evangelio también, nos dice cómo ha de manifestarse ese amor. Porque
amamos con el amor de Dios, amamos como nos ama el Señor a nosotros, amamos
porque hemos de ver en el otro al mismo Jesús. Es lo que en concreto nos dice
en este texto. ‘Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o
con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o
desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a
verte?’ Y el Señor nos responderá: ‘Os aseguro que cada vez que lo
hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis’.
Alta es la
meta que nos propone el Señor, grande tiene que ser nuestro amor. Así
resplandecerá nuestra santidad. Es lo que tenemos que escuchar con gran
atención. Es la Buena Noticia que nos anuncia Jesús. Seguro que si con apertura
de espíritu la escuchamos, será en verdad buena noticia, porque cada vez que lo
escuchemos algo nuevo descubriremos de lo que tiene que ser nuestro amor.
Nos
daremos cuenta de en quien no hemos sabido ver a Jesús y no lo hemos amado; nos
daremos cuenta qué nuevo podemos hacer en cada momento para renovar nuestro
amor; no nos dejaremos adormecer porque algo nos está despertando por dentro.
Es la fuerza del Espíritu del Señor que mueve nuestro corazón.
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