Conducidos
por el Espíritu necesitamos hacer desierto y silencio para escuchar y sentir la
presencia y la acción de Dios que es la verdadera seguridad y fortaleza de
nuestra vida
Deuteronomio 26,4-10; Sal 90; Romanos 10, 8-13; Lucas
4, 1-13
Queremos sentirnos seguros, buscamos
seguridades, nos afanamos en nuestras luchas y trabajos valiéndonos de todos
los medios para alcanzar esa situación, esa posición en la vida que nos dé
seguridad y una cierta fortaleza; será la búsqueda de unos medios materiales,
será una posición de privilegio, será un lugar de poder para incluso llegar a
influir en los demás.
Nos queremos convertir en el centro de
todo y hasta nos sentiremos tentados de eliminar todo cuanto pueda ser
obstáculo para mis fines. Y eso, porque nos creemos fuertes y poderosos,
autosuficientes porque incluso no queremos deberle a nadie el estado que
hayamos alcanzado, queremos a la larga ser el centro de todo y que a nada ni a
nadie tengamos que manifestar sometimiento.
Creo que esta descripción que vamos
haciendo pueda reflejar muchas cosas de nuestra vida, muchas posturas y muchas
de las maneras que tenemos de hacer las cosas. Claro que cuando cada uno va
queriendo hacer la vida de esta manera surgirán enfrentamientos y violencias,
porque pronto aparece el orgullo y el amor propio, nos moveremos desde recelos
y desconfianzas y a la larga tendríamos que preguntarnos si estamos logrando
aquellas seguridades que tanto anhelábamos. ¿Merecerá la pena una vida desde
estos planteamientos? ¿Habrá un sentido para todo eso?
Son las tentaciones que en la vida
continuamente nos acechan y en las que fácilmente nos podemos ver envueltos. He
querido partir en mi reflexión para este primer domingo de Cuaresma, el domingo
de las tentaciones, de estas situaciones humanas porque al hablar de las
tentaciones de Jesús no podemos hablar en abstracto sino que hemos de querer
llegar a lo que es lo concreto de nuestra vida de cada día.
Es cierto y queremos reconocerlo de
entrada que Dios ha querido hacer grande al hombre y lo ha dotado desde la
creación de una especial dignidad y ha puesto la vida y la creación toda en sus
manos. Pero la gran tentación es precisamente en querer convertir en el centro
de todo y que todo lo podemos alcanzar por nuestro poder o por nuestra
sabiduría. Es el egoísmo orgulloso que nos encierra en nosotros mismos convirtiéndonos
poco menos que en dioses de nosotros mismos. Fue la tentación del paraíso que
sigue rondándonos a lo largo de toda nuestra vida y nuestra historia.
En el relato evangélico ¿qué es precisamente
lo que el tentador le presenta a Jesús? El materialismo de la vida, las ansias
de poder y la vanidad y la vanagloria de ser reconocido por todos. La autosuficiencia
del que se cree que puede hacerlo todo y hacer lo que quiere, el pedestal que me
eleva en el poder para tener el dominio de todo, la vanidad de ser aclamado y
reconocido. No cabe el sufrimiento o la necesidad porque puedo tener a mi mano
el milagro fácil; tengo el poder en mi mano porque soy poderoso y podré
encandilar y manipular a todo el que en mi entorno pudiera hacerme sombra y
mermar mi propia gloria; arrogante me presentaré ante todos desde el pedestal
en que me he subido, aunque haya sido por malas artes, y todos han de rendirme pleitesía
reconociendo mis grandezas o mis poderes.
Cuántas cosas en este estilo
contemplamos cada día en la vida. Y hasta quizá nos sentimos celosos o
envidiosos porque nosotros no podemos alcanzar esas grandezas de poder. No
importa la vida, no importa ese mundo en el que vivo, no importan las personas
con las que convivo y a las que podría prestar unos servicios que les ayuden a
recuperar su dignidad, solo importo yo, mi grandeza o mi poder, el orgullo
halagado por la adulación de los demás, o la manipulación que pudiera realizar
haciendo que todos quizá me deban favores.
¿Qué nos está queriendo decir hoy Jesús
y la Palabra de Dios que escuchamos en este domingo? Jesús ha venido a anunciar
el Reino de Dios, esa es la misión que va a emprender, porque este episodio de
las tentaciones es como el portal de toda su vida pública. ¿Y qué significa ese
Reino de Dios sino en el reconocimiento que Dios es el único centro y Señor de
la vida? Y cuando lo lleguemos a reconocer entonces será cuando descubramos la
verdadera grandeza del hombre, pero de todo hombre al que tenemos que respetar
y valorar y por quien vamos a hacer que el desarrollo de la vida tenga un cariz
y un sentido distinto. Ningún hombre puede ser el centro de la vida de otro
hombre porque todos estamos constituidos en la misma grandeza y dignidad.
Vamos nosotros en este primer domingo
de Cuaresma dejarnos conducir por el Espíritu como nos narra el evangelista que
lo hizo Jesús cuando fue conducido por
el desierto. Es tarea que hemos de ir realizando a lo largo de toda la Cuaresma
que estamos iniciando. Necesitamos, si, dejarnos conducir por el Espíritu al
desierto, donde hagamos silencio, donde nos aislemos un poco de las carreras de
cada día para mirarnos por dentro y para escuchar por dentro.
Quizá sea esa una primera resistencia
que podamos poner, porque no nos gustan los silencios que nos hacen pensar, que
nos hacen mirarnos en la cruda realidad de lo que somos y de lo que son también
esas tentaciones que podamos sufrir; son tantas las cosas que nos pueden hacer
tener un corazón revuelto y rebelde. Necesitamos hacer silencio para escuchar,
para poder sentir esa presencia de Dios en nosotros que nos hace tener una
mirada nueva sobre la vida, sobre las personas, sobre nuestra tarea y nuestra misión.
Un desierto y un silencio para darnos
cuenta donde esta la verdadera seguridad que hemos de buscar en nuestra vida.
Solo el Señor es nuestro refugio y nuestra fortaleza. Un desierto y un silencio
para que lleguemos a reconocer esa acción de Dios en nuestra vida, en lo que
somos y en lo que hacemos y con humildad sepamos hacer nuestro reconocimiento y
nuestra ofrenda al Señor, al estilo de lo que nos ofrecía hoy el texto del
Deuteronomio.
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