Por
encima de todas las consideraciones humanas que nos podamos hacer dejémonos
empapar por el espíritu del Evangelio para que brille en nosotros el verdadero
amor
1Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; Sal 102; 1Corintios 15,
54-58; Lucas 6, 27-38
Página sublime sobre el amor la que nos
ofrece hoy el evangelio. Muchas veces cuando buscamos una página de la
Escritura que nos hable de la sublimidad del amor acudimos todos al capítulo 13
de la primera carta a los Corintios, y por supuesto que no hacemos mal, porque
san Pablo elocuentemente y hasta de forma poética nos hace allí una bello
cántico del amor. Pero no es menos sublime, sino que me atrevo a decir que
tiene una profundidad mayor en la forma concreta de cómo nos habla del nuevo
sentido del amor, esta página del evangelio que hoy se nos propone en la liturgia de este domingo.
Es una página rompedora, porque de
alguna manera nos trastoca los conceptos y la manera que tenemos de ver el
sentido del amor. Porque pensemos, por ejemplo, cómo amamos nosotros y a quien
amamos de forma casi espontánea y natural. Nuestra forma natural de entender el
amor es entrar en la órbita donde nos sentimos amados y convertimos nuestro
amor como en un intercambio; me amas, te amo, haces algo por mí yo lo haré por
ti también, hoy te presto un servicio y hasta soy capaz de sacrificarme pero ya
tú me corresponderás cuando yo lo necesite. Pero pensemos seriamente, ¿no se
nos quedará algo cojo un amor así tan interesado y tan de búsqueda de
correspondencias?
Y ¿qué nos dice Jesús hoy? Eso lo hace
cualquiera, no viene a decir. Hasta los paganos lo hacen, hasta los que no
tienen ningún sentido de Dios hacen lo mismo también con los suyos. Decimos un
amor solidario, porque nos sentimos hermanos e iguales, y eso está bien, pero
es que el amor tiene que ser algo más; también a los que no se consideran
iguales – y bien que nos hacemos esas distinciones, aunque digamos lo
contrario, en la sociedad en la que vivimos – tenemos que mostrar amor; también
al que pueda sentir como un contrincante, porque tiene opiniones distintas,
porque plantea las cosas de otra manera – y miremos como en la normalidad de la
sociedad en la que vivimos a los contrincantes parece que hasta los
consideramos enemigos – pues también a esos tenemos que amar.
La altitud de miras que nos propone
Jesús, el ideal de amor que nos ofrece – y que veremos en El primero que nada –
es muy distinto, porque nos está diciendo que no solo a los que no piensan como
nosotros sino incluso a aquellos que nos hayan podido hacer mal, a esos también
tenemos que amar.
No es un amor cualquiera, no es un amor
vivido con cualquier medida a lo humano que siempre se nos quedará raquítica,
es un amor generoso, un amor amplio, un amor con miras universales lo que nos
está proponiendo Jesús. No es un amor fácil porque aunque estamos hechos para
el amor sin embargo pesan en nosotros muchas debilidades humanas; y fijaos que
digo humanas, porque entran en las características de la persona; que no son
simplemente meros instintos animales, en cosas que nos pueden deshumanizar; es
que el amor que nos enseña Jesús, como decíamos antes, es un amor sublime, que
nos eleva y nos pone por encima de los mejores deseos humanos que podamos
tener; es un amor que de alguna manera nos diviniza, nos hace entrar en el ámbito
de lo sobrenatural.
Pero eso no significa que no lo podamos
alcanzar, que no lo podamos vivir. Delante de nosotros va Jesús con ese amor,
como ejemplo y como estímulo señalándonos el camino, pero es además que con
nosotros va Jesús que nos acompaña con su gracia, que nos fortalece con su vida
divina en nosotros. El nos regala su Espíritu, su Espíritu de amor. Y es que
Jesús nos está señalando un nuevo sentido de vivir.
Al entrar en esa nueva órbita del amor
estamos entrando un nuevo sentido de vivir. Es cuando aparece en nosotros la
compasión verdadera y el verdadero espíritu de la misericordia. Es cuando en la
generosidad de nuestro amor entraremos en los caminos del perdón, y ya sabemos
cuánto en este sentido luego a lo largo del evangelio nos irá diciendo Jesús.
No terminamos de entenderlo en toda su
amplitud y por eso nos cuesta luego tanto el vivirlo. Porque seguimos juzgando
y condenando, seguimos haciéndonos nuestras reservas para quien un día falló o
para quien en una ocasión quizá nos ofendió; porque aunque digamos lo contrario
y hablemos de manera sublime del amor y de la misericordia, seguimos marcando
como con un sambenito a quien un día cometió un grave error o un grave pecado y
aunque decimos que perdonamos quizá todavía seguimos queriendo ponerlo en manos
de la justicia o querríamos hacerlo desaparecer de la faz de la tierra.
Tenemos que pensarnos muy mucho eso que
decimos que la Iglesia es la casa de la misericordia cuando quizá seguimos dejándonos
arrastrar por criterios del mundo donde no cabe el perdón y puede que no
aparezcan tan claras esas actitudes y valores evangélicos porque ciertas
influencias mediáticas siguen cargando sobre la misma Iglesia y podríamos quizá
comenzar a actuar como nos pide el mundo. Triste sería que la Iglesia no se
mostrara siempre como la madre de la misericordia para todo el género humano, y
digo, para todos.
Por encima de todas esas
consideraciones humanas que nos podamos hacer dejémonos empapar por el espíritu
del Evangelio para que brille en nosotros el verdadero amor.
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