Nunca podemos decir ante la Palabra que se nos proclama eso ya me lo sé, sino que siempre ha de ser Buena Noticia de salvación para nosotros y nuestro mundo
1Juan 4,19–5,4; Sal 71; Lucas
4,14-22a
No hay cosa más reconfortante para un enfermo que el que vengan un día
y le digan te vas a curar, ya hemos encontrado el remedio para tu mal, para tu
enfermedad; así se sentirá el que está en la cárcel sin esperanza de salir de
ella en mucho tiempo, y de repente le anuncian que hay una amnistía y ya va a
ser liberado inmediatamente de la prisión; así el que se ve oprimido, y ya no
es solo de esclavitudes que las hay todavía de muchas maneras, sino quizá del
acoso de alguien que lo quiere mal y le hace la vida imposible. El anuncio de
una liberación, de una curación es una esperanza cumplida y llena de alegría
los corazones de los que sufren.
Así se sentirían en aquella mañana de sábado en la sinagoga de
Nazaret. Un hijo del pueblo se había levantado y ofrecido para hacer la lectura
del profeta y había que escuchar de sus labios, porque no es fácil explicarlo
con palabras nuestras, como iba derramando aquellas palabras del profeta pero
sintiendo cada uno en su corazón que aquello anunciado siglos atrás por el
profeta ahora tenia cumplimiento. Tal era la fuerza con que eran pronunciadas
por Jesús, que llegaban al corazón de cada uno como un rayo de luz, como un
despertar de un sueño a una esperanza que ya veían inminentemente cumplida. Más
aun cuando al terminar la proclamación de la lectura de labios de Jesús salen
aquellas palabras de gracia ‘esta Escritura que acabáis de oír se cumple
hoy’.
Era, sí, una buena noticia que llegaba para los pobres y para cuantos tenían
su corazón lleno de sufrimientos; era una buena noticia que anunciaba libertad
y vida nueva; era una buena noticia que anunciaba un perdón universal que era
mucho más que lo que vivian solo en esperanza en los años jubilares que
anunciaban los profetas y que eran ley en Israel. Esos años jubilares, por la
situación de la opresión de otros pueblos que sufrían, que habían sufrido de
hacia tanto tiempo, se quedaba en una esperanza en cierto modo lejana, porque
aunque era ley en Israel, sin embargo a ello no podían dar cumplimiento.
Ahora llegaba quien les decía que eso tenía cumplimiento ya. ¿Cómo no
se iba a enardecer el corazón de todos los presentes al escucharlo? ¿Cómo no
iban a estar pendiente de sus labios con esas palabras de gracia que de ellos
brotaban? Y ya habían escuchado cómo este nuevo profeta, hijo de su pueblo y
cuyos parientes estaban entre sus convecinos, había ido dando señales de ello
con las curaciones que escuchaban que hacía en Cafarnaún y en otros sitios.
Esto nos llevaría a muchas consideraciones para nuestra vida. Lo
primero sería preguntarnos con qué sentido escuchamos las palabras de Jesús.
¿Nos ponemos de verdad con nuestra vida, con la realidad de lo que somos, con
nuestros sufrimientos y con nuestras esperanzas, con nuestras angustias o con
los problemas que sabemos que tienen tantos a nuestro lado ante Jesús y su
Palabra para escucharle? ¿Estamos en verdad pendientes de sus labios porque
sabemos que sus palabras son en verdad palabras de vida para nosotros?
No es ajena nuestra vida y nuestros sufrimientos, nuestras angustias o
nuestras alegrías a las palabras de Jesús. Tenemos que sentir seriamente, y
para eso la sinceridad con que nos ponemos ante el Señor, que son en verdad un
rayo de esperanza para nosotros, para nuestras preocupaciones, por los
sufrimientos de los hombres de hoy. Por
eso fue un rayo de luz y esperanza para aquella gente que estaba aquel día en
la Sinagoga de Nazaret.
Es así como tenemos que escucharlas para que no se conviertan en una
rutina que nos aburre, como tantas veces quizás nos sucede cuando venimos a
nuestras celebraciones y escuchamos la proclamación de la Palabra de Dios.
Nunca podemos decir, esto nos lo
sabemos, sino siempre hemos de escucharlas como Buena Nueva para nuestra vida y
nuestro mundo.
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