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lunes, 28 de mayo de 2018

No nos demos por satisfechos nunca, aunque sintamos el gozo de lo que hemos hecho, sino que siempre queramos ir más allá y más arriba, plus ultra


No nos demos por satisfechos nunca, aunque sintamos el gozo de lo que hemos hecho, sino que siempre queramos ir más allá y más arriba, plus ultra

1Pedro 1, 3-9; Sal 110; Marcos 10, 17-27

¿Seremos nosotros de aquellos que cuando han logrado una meta que se han propuesto en la vida o conseguido un primer objetivo ya se dan por satisfechos y bajan la guardia y la intensidad de sus esfuerzos? Es algo que nos puede suceder o que sucede con frecuencia luchamos por unos objetivos, nos esforzamos todo lo que podemos y ya luego por así decirlo nos queremos gozar de nuestras conquistas y ya simplemente nos dejamos llevar por la vida.
Sucede a la gente joven como a la de mediana edad, pero sucede también que cuando llega la hora de la jubilación nos decimos que ya hemos luchado en la vida y ahora ya no queremos hacer nada ni nos esforzamos por nada cayendo en una rutina y desgana y hasta en un vacío existencial al no saber ya en qué ocupar nuestra vida. Creo que no podemos enterrar así nuestra vida, los valores por los que hemos luchado, o esa riqueza y sabiduría interior que podría seguir haciendo tanto bien a los demás. Esa inacción nos lleva a vivir una vida ya sin ilusión haciendo que se pierda el color del vivir y poco menos lo que hacemos es vegetar y la vida es muy preciosa y mucho más que todo eso. No podemos caer en una vida gris y anodina.
Hoy vemos acercarse a Jesús un joven con deseos de algo más; es bueno, cumple los mandamientos, lo que significa una vida de fidelidad y de esfuerzo, pero ahora le pregunta a Jesús que más ha de hacer para alcanzar la vida eterna. Conocemos el diálogo con Jesús y su mirada de ternura y de cariño. Y Jesús le propone metas más altas. Desprenderse de cuanto tiene para poder tener el verdadero tesoro en el cielo. Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme’, le dice Jesús.
Ahí el joven se quedó pesaroso. Era rico, y desprenderse de todo ya no entraba en sus planes, o al menos le parecía que era incapaz de ello. Dio media vuelta y se marchó. Ya conocemos los comentarios de Jesús que les cuesta entender a los discípulos de lo difícil que es desprenderse de las cosas cuando tenemos el corazón apegado a ellas.
Pero en la línea de lo que veníamos comentando al principio nos arroja mucha luz. Será el corazón apegado a las cosas, serán los cansancios de la vida, serán las tentaciones de una vida cómoda y sin esfuerzo, será no haber descubierto la riqueza que gana el corazón cuando somos desprendidos y dedicamos parte de nuestra vida a los demás, son tantas las cosas que muchas veces nos frenan en nuestras inquietudes, nos inducen a una vida anodina y sin metas,  a darnos por satisfechos de lo que ya hicimos.
Son cosas que tendrían que hacernos pensar. La vida se enriquece en la medida en que se da; el desarrollo continúo de nuestras cualidades y nuestros valores la da vida a nuestra existencia, no podemos contentarnos con lo que ya hacemos sino que hemos de sentir inquietud en nuestro corazón por hacer algo con lo que cada día hagamos mejor nuestro mundo. Y eso está en nuestras manos; nuestra vida adquiere más sentido en la medida en que nos ponemos metas y luchamos por subir un peldaño más que nos conduzca a mayor plenitud. El talento de nuestra vida no lo podemos enterrar, como nos dirá Jesús en otro lugar del evangelio.
No nos demos por satisfechos nunca, aunque sintamos el gozo de lo que hemos hecho, sino que siempre queramos ir más allá y más arriba. Siempre: ¡plus ultra! ¡Más allá!

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