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domingo, 27 de mayo de 2018

Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad, dichosos nosotros amados y elegidos de Dios que quiere morar en nuestro corazón


Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad, dichosos nosotros amados y elegidos de Dios que quiere morar en nuestro corazón

Deuteronomio 4, 32-34. 39-40; Sal. 32; Romanos 8, 14-17; Mateo 28, 16-20

Qué admiración no sentiríamos y qué sentimientos de gratitud no se provocarían en nosotros si en nuestra pequeñez y pobreza nos viéramos honrados con la visita y la presencia a nuestro lado de alguien que consideráramos muy importante y por la grandeza y relevancia de su vida lo tuviéramos como inalcanzable; sentir que un personaje así camina con nosotros, se sienta a nuestra mesa, tiene no solo palabras amables para nosotros sino que además nos revela secretos del misterio de su vida nos haría sentir a nosotros de alguna manera importantes también e incluso elevaría nuestra autoestima.
Esto que estoy diciendo entra en la imaginario, pero también en las categorías que los hombres nos hemos creado para hacer distinciones entre nosotros, que sin embargo muchas veces nos alejan unos de otros creando distancias en nuestras relaciones que se vuelven insalvables. Sin embargo esto que estoy diciendo me hace pensar en otro orden de cosas, entrando en lo sobrenatural y en lo divino.
La inmensidad del misterio de Dios y las consideraciones que nos hacemos de la divinidad en nuestros razonamientos humanos ha hecho que algunas veces situemos a Dios en una inmensidad lejana a nosotros y nos parece que llegar hasta El para conocerle y comprenderle se convierte ante nosotros en ese abismo que nos parece como decíamos insalvable.
Y aquí tendríamos que reconocer que no solo es esa búsqueda de Dios por nuestra parte – en cierto modo natural porque la vida misma muchas veces nos trasciende y nos lleva a pensar y querer descubrir esa perfección y plenitud que todos ansiamos en nuestro interior – pero que digo no es solo la búsqueda que nosotros podamos hacer, sino que la maravilla está en ese Dios que viene a nosotros, se hace presente en nuestra vida queriendo caminar a nuestro lado y El mismo se nos revela para que podamos llegar a conocerle y vivirle.
Aunque también es bueno que nos valgamos de nuestra inteligencia y nuestra capacidad buscando caminos y razonamientos que nos lleven a descubrirle, sin embargo importante es que seamos capaces de hacer un recorrido por ese camino de Dios que viene a nosotros y se nos revela, que está junto a nosotros y nos manifiesta su amor, que quiere habitar en nuestro corazón haciéndonos participes de su Espíritu y de su vida divina y que en su ternura y misericordia infinita no solo nos llama sino que nos tiene como hijos.
Es hermoso lo que nos dice la primera lectura de hoy. ¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?, ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto?’ La confesión de fe que hace el pueblo elegido es una confesión de fe que parte de su historia. En su historia, en su vida han sentido esa presencia de Dios, esa llamada de Dios, esa cercanía de Dios.
¿No es lo mismo lo que nosotros hacemos? Cuando confesamos nuestra fe estamos haciendo un recorrido por la historia de la salvación que ha tenido su momento culminante en Jesús. Fijémonos que en el credo hacemos mención a un momento histórico concreto. ‘En tiempos de Poncio Pilatos’ decimos para referirnos a ese momento culminante en que Cristo se ha ofrecido por nuestra salvación.
Una confesión de fe que seguimos haciendo recorriendo nuestra historia personal, en la que nos hemos sentido llenos e inundados de Dios que por la fuerza del Espíritu nos hace sus hijos. Ya nos decía san Pablo que ‘los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios’. Esa maravilla que no llegaremos a comprender ni vivir si no nos dejamos llevar por el Espíritu. Es un decirle sí a Dios, dar respuesta a esa presencia de amor para dejar que Dios habite en nosotros. Decimos sí a Dios porque después de experimentar su amor queremos ya para siempre vivir cumpliendo su voluntad. ‘Si cumplís mis mandamientos mi Padre os ama y vendremos a él y haremos morada en él’ que nos explicaba Jesús. Creemos porque experimentamos su amor, creemos y queremos hacer su voluntad, creemos y nos sentiremos inundados de Dios.
Hemos escuchado en el evangelio que Jesús envía a sus discípulos por el mundo a anunciar el evangelio de la salvación que en Jesús nos ha hecho presente a Dios en medio de nosotros. Y nos dice Jesús que los crean sean bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¿Qué significa ser bautizado en el nombre trinitario de Dios? Bautizarse es sumergirse, pero Jesús nos dice que hemos de ser bautizados en el agua y en el Espíritu. Bautizarse es sumergirse en Dios y así seremos ese hombre nuevo, ese hombre que ha nacido de nuevo como le decía Jesús a Nicodemo por el agua y el Espíritu y que ahora ya comenzamos a ser hijos de Dios.
¿Buscamos explicaciones al misterio de Dios, al misterio de la Trinidad de Dios? Aquí lo tenemos. Nos hemos sumergido en Dios que nos ama como Padre, nos hemos sumergido en Dios y toda nuestra vida se renueva en la salvación que en Jesús el Hijo de Dios hemos alcanzado comenzando a vivir en el Reino nuevo de Dios que Jesús ha venido a instaurar, nos hemos sumergido en Dios y por la fuerza de Espíritu divino comenzamos a ser hijos de Dios en una vida nueva que nos hace un hombre nuevo.
Qué admiración hemos de sentir, como decíamos al principio de nuestra reflexión, y qué sentimientos de gratitud han de brotar en nuestro corazón cuando así nos sentimos amados de Dios de tal manera que habita en nosotros y nosotros en El. Es el Dios grande, infinito en su amor, pero es el Dios que se hace Emmanuel, porque está en nosotros y con nosotros camina en nuestra propia vida. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad, dichosos nosotros amados y elegidos del Dios que quiere habitar en nosotros.

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