Siempre que haya un encuentro de amistad, de amor y de servicio hay una visita de Dios como la fue la visita de María a Isabel
Romanos 12, 9-16b; Sal.: Is 12; Lucas 1, 39-56
Visitamos al amigo porque nos sentimos a gusto y nos gusta compartir
con él, visitamos la familia porque así se mantienen vivos los lazos que nos
unen, visitamos al vecino porque nos ayuda a fomentar la convivencia y
mutuamente nos ayudamos en nuestra necesidades, visitamos a aquellos seres que
amamos ya estén cerca o ya estén lejos en la medida de nuestras posibilidades
porque no queremos que la distancia nos aleje y queremos conservar nuestro
afecto, visitamos al que quizá podemos ofrecerle nuestra ayuda o también cuando
en nuestra necesidad sea cual sea deseamos encontrar esa mano que nos levante y
nos estimule en nuestro caminar.
La visita es relación, es encuentro, es compartir; las visitas nos
enriquecen mutuamente porque con nuestra presencia ofrecemos el calor de
nuestra amistad, pero también recibimos mucho de quien nos acoge porque todo lo
bueno nos hace crecer. Nos sentimos acogidos en el hogar del amigo y la soledad
estará lejos de nuestro espíritu; abrimos las puertas de la hospitalidad a
quien llega a nuestro lado y se sentirá más seguro en su caminar. Muchas cosas podríamos
seguir diciendo de lo que nos ayuda a caminar juntos en la vida y de los
proyectos grandes que se pueden suscitar en nuestros mutuos encuentros con los
demás.
Hoy el evangelio y la festividad que celebramos nos hablan de una
visita muy especial. Hoy recordamos y celebramos aquella visita de la que nos
habla el Evangelio de María a la casa de su prima Isabel. Grande era la
distancia física desde Nazaret hasta las montañas de Judea donde Vivian Zacarías
e Isabel. El ángel del Señor, como una prueba y manifestación de las grandezas
que realiza el Señor comunica a María que su prima Isabel, a pesar de su vejez,
esperaba un hijo. Y María se pone en camino. Esa visita y ese encuentro
aparecen hoy ante nuestros ojos y nuestro espíritu para la celebración porque grandes
van a ser las maravillas que el Señor quiere seguir realizando.
Es la imagen del espíritu pronto para el servicio lo primero que
contemplamos en María pero es también la acogida de la hospitalidad lo que
encontramos en aquel hogar de la montaña. Es la visita de Dios que con María
llega a casa de Isabel inundándolo todo del espíritu del Señor, pero es el espíritu
abierto a Dios de ambas mujeres que se dejan conducir por El y les hace también
proclamar y cantar las maravillas del Señor.
En el amor y la mutua acogida de María y de Isabel se manifiesta la
presencia de Dios. María ya lleva a Dios encarnado en su seno y a su paso todo
se va llenando de gracia y de la fuerza del Espíritu. Pero es Isabel también la
que abierta al Espíritu descubre las maravillas de Dios y recibe ya a María,
sin que ningún ser humano se lo hubiera revelado, como la Madre del Señor.
Y salen a flote todas las virtudes y todas las gracias de las que
aquellas almas están dotadas; es la humildad de Isabel para reconocer la
grandeza de María, porque Dios solo se revela a los que son humildes de corazón;
pero será también la humildad de María que se reconoce pequeña, pero al tiempo
reconoce las maravillas que el Señor hace en ella. Y María prorrumpe con el
cántico del amor, con el cántico de la acción de gracias, con el cántico a las
maravillas que hace el Señor que visita a su pueblo.
Es la visita de María a su prima Isabel, pero es la visita de Dios a
su pueblo. Es todo un signo de las maravillas que hace el Señor en nosotros.
Dios llega también a nuestra vida, como aquella visita de María en tantos que
llegan a nuestra vida, como Dios quiere llegar a los demás a través de la
visita que hagamos a los demás, del acercamiento que tengamos a los otros en la
humildad y en el amor. Siempre que haya un encuentro de amistad, de amor y de
servicio hay una visita de Dios.
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