Dejemos que Jesús se interese por nosotros como hizo con los discípulos de Emaús, desahoguemos en El todo cuando llevamos en nuestro interior para que curemos nuestras heridas de verdad
Hechos de los apóstoles 3,1-10; Sal 104; Lucas 24,13-35
Conocían a Jesús y no lo conocían. Parece contradictorio. Eran capaces
de razón de muchas cosas de Jesús, de lo que había hecho, de sus milagros, de
sus palabras y mensajes, de su cercanía, de las promesas que había hecho y de
las esperanzas que había infundido en sus corazones, pero ahora dudaban.
Como a todos la muerte de Jesús en la cruz había sido un mazazo muy
grande en sus vidas. Parecía que todo se les había venido abajo como si fuera
un castillo de naipes. No terminaban de creer en todas sus palabras y sus promesas.
Si algo de fe quedaba en ellos, el hecho de que ya fuera el tercer día y ellos
no lo hubieran visto seguía defraudándolos y de ahí su huida. Se marchan de
nuevo a sus fincas de Emaús. Lo que en la mañana las mujeres habían dicho les
parecieron más unas ensoñaciones de mujeres que una autentica realidad.
Pero iban apesadumbrados, no se lo podían quitar de la cabeza. Y como
tantas veces sucede ni se dieron cuenta de quien iba caminando a su lado y
comenzó a hablar con ellos. ¿Era el único forastero de Jerusalén que no se había
enterado de cuanto había sucedido? Pero cual experto pedagogo el caminante
les hace hablar, les hace que saquen fuera toda la pena que llevan en su corazón,
que comiencen a descargar toda aquella tensión que llevan en su interior. Y
ellos hablan y cuentan.
Y Jesús les habla, les recrimina su falta de fe, les hace entender las
Escrituras, va ganándose de nuevo la confianza de sus corazones, comienza a
abrirse de nuevo su espíritu, ya no están encerrados en si mismos, se va
recorriendo el camino – que no es solo el trayecto de Jerusalén hasta Emaús
sino que es todo un signo – y cuando llegan a la aldea ya no se quieren separar
de aquel caminante que aun desconocen, algo nuevo les está sucediendo en su
interior aunque todavía no lo entienden y les abren las puertas de su casa que
es todo un síntoma de la transformación que se ha ido realizando en ellos. ‘Se
hace tarde… quédate con nosotros’, le dicen.
Y allí, sentados a la mesa, compartiendo el pan le reconocen. Es
Jesús. Por eso les ardía el corazón mientras les hablaba por el camino. Ahora
se han encontrado profundamente con El en un tú a tú, y se descorren los velos
de sus mentes para siempre. Ha renacido la fe en ellos y ahora ya lo conocen y creen de verdad en Jesús.
Les costó abrirse, como nos cuesta a nosotros también sobre todo
cuando estamos pasando por momentos malos. Pero poco a poco fueron dejando que
Jesús se adueñara de su corazón y todo cambió en sus vidas. Es lo que nosotros
necesitamos tan llenos de dudas como estamos tantas veces que parece que nos
dan ganas de tirar la toalla y huir. Huimos encerrándonos en nosotros mismos, o
huimos buscando otros entrenamientos que nos hagan olvidar todo lo que nos pasa por dentro. Cada uno tenemos nuestra
peculiar forma de huir, de echar balones fuera, de querer olvidarnos de las
cosas fundamentales, de querer hacer nuestros propios caminos.
Pero Jesús sigue queriendo encontrarse con nosotros, nos sale al
encuentro, nos busca en esas carreras o caminos particulares que nosotros queremos
hacer. Dejemos que El se interese por nosotros, desahoguemos en El todo cuando
llevamos en nuestro interior para que curemos nuestras heridas de verdad. En
Jesús encontraremos la verdadera paz. Así podremos nosotros también salir al
encuentro con los otros para anunciarles, como
hicieron aquellos discípulos, cuanto nos sucede en el camino y como nos
encontramos con Jesús. Es el anuncio vivo que tenemos que hacer.
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