Sembramos con esperanza aunque la tierra esté llena de las espinas y abrojos de la violencia y la injusticia porque ansiamos el día en que florecerán las flores del amor y la paz
Lucas, 19, 41-44
Cuando hay sensibilidad en el corazón uno sufre dentro de si cuando ve
que aquel a quien quiere y aprecia, a pesar de las buenas cosas que le dijimos,
sin embargo toma un camino equivocado en la vida y se deja arrastrar por sus
debilidades que le conducen a un pozo profundo del que le es difícil salir. Uno
quisiera ayudarle, pero quizá no se deja; cuantas veces nos encontramos con
personas así obstinadas en sus errores y con dolor en el alma tenemos que
respetarle sus decisiones y sus pasos aunque vemos que van camino de su ruina.
Es el dolor de los padres que ven que sus hijos no hacen caso de sus
consejos y recomendaciones y les parece que toda aquella buena semilla que
sembraron o trataron de sembrar en sus corazones en lugar de buena cosecha les
da una cosecha perdida.
Es el dolor de los educadores o de cuantos tienen la misión de enseñar
y ayudar que se ven con las manos cortadas porque su tarea parece que se hace infructuosa.
Sin embargo siempre hay que mantener la esperanza de que un día
aquella buena semilla haga resurgir de las cenizas una buena planta que recoja
en si todo aquello que nosotros quisimos sembrar. No podemos perder la
esperanza, porque puede cambiar el corazón del hombre para volver a lo bueno.
El evangelio hoy nos habla de que Jesús llora ante la contemplación de
la ciudad de Jerusalén viendo los derroteros por donde camina y que toda
aquella belleza que ahora contemplan sus ojos un día se destruirá y no quedará
piedra sobre piedra. En la bajada del monte de los Olivos, en el camino que
viene del valle del Jordán, enfrente de la colina de la ciudad de Jerusalén hoy
hay una pequeña Iglesia que recuerda precisamente ese llanto de Jesús.
Allí Jesús ha realizado milagros, ha enseñado en las explanadas del
templo o por las calles de Jerusalén; el ciego de nacimiento de las calles, el paralítico
de la piscina probática y tantos otros milagros realizados por Jesús son la
muestra de su amor. Pero son los polluelos que rehúsan el calor de la madre que
quiere acogerlos bajos sus alas; no han querido escuchar a Jesús y allí están
maestros de la ley, ancianos del sanedrín o sumos sacerdotes que le hacen
frente y harán todo lo posible por llevarlo a la muerte.
Pero no es la angustia ante su propia pasión y muerte lo que inunda de
tristeza su corazón, sino la terquedad de quienes no quieren escucharle y lo que
Jesús en su sabiduría divina sabe que le va a pasar a aquella ciudad porque no
han reconocido el momento de su venida. Pero Jesús seguirá en medio de ellos y
una vez más se dirige a la ciudad santa como tantas veces ha realizado cuando subía
a la Pascua o a las otras fiestas judías. Todo buen judío sentía el gozo grande
de está allí en aquella ciudad como cantaban cuando se dirigían a ella, ‘qué
alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor…’
Sube Jesús ahora a la pascua que va a ser la pascua definitiva, la
pascua de la salvación. Dios está en medio de ellos y con Jesús lleva la vida y
la salvación aunque tenga que pasar por la pasión y la muerte. Con esa fe en Jesús
nosotros seguimos caminando por la vida y queriendo siempre hacer el bien.
Sembraremos la semilla de la paz y del amor, aunque muchas veces la tierra esté
llena de espinas y abrojos, pero tenemos la esperanza de que un día esa semilla
brotará y florecerá un mundo nuevo. Por eso seguimos sembrando con esperanza.
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