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lunes, 22 de agosto de 2016

Proclamamos la realeza de María amándola en los pobres y homenajeándola en el servicio que hagamos a los que pasan necesidad

Proclamamos la realeza de María amándola en los pobres y homenajeándola en el servicio que hagamos a los que pasan necesidad


‘De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir’. Era el responsorio que repetíamos con el salmo el pasado día de la Asunción, hace ocho días. Entonces celebrábamos la glorificación de María en su Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Hoy en su octava prolongamos de alguna manera aquella fiesta grande de María y al verla glorificada en los cielos junto a Dios no podemos menos que llamarla nuestra Reino y nuestra Señora. La madre siempre es reina para sus hijos, porque así la aman siempre y ven en ella la más hermosa de las criaturas. ¿Qué podemos decir de María, la Madre del Señor que es también nuestra madre?
Como decía el concilio Vaticano II en la constitución sobre la Iglesia y en el capítulo dedicado a considerar a María en el puesto que ocupa en la Iglesia y que ocupa en la obra de nuestra salvación se nos dice: ‘La Virgen Inmaculada... asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial fue ensalzada por el Señor como Reina universal, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte (59)’.
Pero ya sabemos cómo hemos de entender ese reinado y esa grandeza de María. Es cierto que en nuestro amor y devoción por María, nuestra madre, queremos engrandecerla y queremos verla como la bella y hermosa de todas las criaturas. En una devoción que surge espontánea de nuestro corazón lleno de amor por María, la rodeamos de joyas y coronas, de hermosos mantos y ricas vestiduras. Nos pasamos, quizá, en esa riqueza con la que queremos rodear las imágenes de María.
Ella es Reina, porque es la Madre del Rey, la madre de nuestro Señor. Pero ella entendió bien el mensaje del evangelio cuando Jesús nos hablaba de dónde habríamos de encontrar la verdadera grandeza, el camino de la humildad, de hacerse los últimos y los servidores de todos. Por eso ella se llama a si misma la humilde esclava del Señor, y la veremos servidora y atenta a las necesidades de los demás. ‘Se aprisa a la montaña a casa de su prima Isabel… y pasó allí tres meses’, que nos cuenta san Lucas en el evangelio. Y será la mujer atenta para darse cuenta de que no tienen vino en las bodas de Caná de Galilea buscando la solución.
Contemplamos hoy glorificada a María y la queremos proclamar nuestra Madre, nuestra Reina y nuestra Señora. Pero aprendamos de María. La mejor proclamación que de todo ello podemos hacer no está en los adornos costosos de sus altares o las ricas vestiduras o alhajas que podamos poner a sus imágenes. María quiere ser vestida en los pobres, amada en los que padecen necesidad, homenajeada en el servicio que seamos capaces de hacer por los demás haciéndonos los pequeños y los últimos para mejor atender sus necesidades. Así proclamaremos la realeza de María.

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