La sublimidad de darse y entregarse por el ser que amamos que llega a convertirse en sacramento del amor y la presencia de Dios en nosotros
Ezequiel
16, 1-15.60.63; Sal. Is 12, 2-3.4bcd.5-6; Mateo 19, 3-12
Amar no siempre es fácil. Hemos de reconocerlo sin miramientos ni
complejos. Podemos llamar amar a muchas cosas, pero tendríamos que ver si
realmente es amor. Amar entraña un darse, una donación de si mismo, un ir al
encuentro del otro, un hacer suyos sus sentimientos porque ya me importa él (o
ella) más que yo, no es anularse pero sí aprender a olvidarse de sí mismo, un
pensar mas en la felicidad del otro porque será lo que verdaderamente me hará
feliz, ser capaz de ser paciente y tener siempre esperanza, es confiar porque
sé valorar a quien amo… cuántas cosas podríamos decir y no terminamos de
explicar todo lo que significa amar de verdad.
Y eso cuesta. Y tenemos que aprender a ir al encuentro del otro. Y
muchas veces tendremos que decirnos no, aunque nos cueste, para hacer feliz al
otro y yo seré entonces de verdad feliz. Cuesta porque en el fondo muchas veces
seguimos pensando en nosotros mismos, en lo que podemos obtener, en lo que
vamos a recibir y no somos capaces de vaciarnos de verdad. Cuesta porque ir al
encuentro del otro significa aceptarle; y eso es aceptarle como es, también con
sus limitaciones, pero aún así quiero amarlo. Y eso nos hará felices porque
veremos feliz al ser a quien amamos. Por eso decimos que el amor es sublime, es
grandioso, es una experiencia espiritual, será algo que nos transformará
profundamente nuestro ser.
Por eso cuando encontramos el amor lo dejamos todo. Queremos estar con
el amado y queremos que sea para siempre; y no queremos que nada se interponga,
y superamos todo lo que haya que superar para seguir disfrutando de esa
entrega, de ese amor que nos llenara de verdad por dentro. Amamos y nos
sentimos poseídos por ese amor; no es ya poseer sino ser poseído.
No es fácil, nos cuesta. Parece muchas veces que el amor se rompe;
quizá no pusimos los buenos cimientos para el encuentro y nos faltó garra en
nuestra donación; quizá amenazaban atisbos de egoísmo que todo lo enturbiaban;
en medio de la buena semilla que queríamos plantar podía aparecer la cizaña del
orgullo, de la vanidad, del amor propio que parecían estropear aquel
maravilloso campo del amor; muchas cosas podían confundirnos y hacernos perder
la intensidad de la entrega; parecía que todo se podía echar a perder y tenemos
el peligro de romperlo todo porque no sabemos superar los cansancios de la
intensidad de la entrega.
Y Jesús nos recuerda hoy que el amor es uno y es para siempre. Que
tenemos que saber desprendernos de todo para poder darnos totalmente por quien
amamos y queremos hacerlo de verdad. Y eso vale para todo nuestro amor
cristiano; y eso es especialmente importante en la sublimidad del amor
matrimonial.
Y es que Dios está ahí en medio de ese amor; Dios es el que consagra
ese amor y nos da la fuerza de su Espíritu para poderlo vivir en su total
integridad. Y Dios quiere que no lo olvidemos, que sepamos contar con El; y en
ese amor Dios se hace presente y ese amor es sacramento (signo verdadero) de la
presencia de Dios. Y con Dios a nuestro lado será más fácil vivir la sublimidad
del amor.
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