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martes, 9 de agosto de 2016

Mantengamos encendidas las lámparas de nuestra vida porque es una responsabilidad nuestra iluminar nuestro mundo

Mantengamos encendidas las lámparas de nuestra vida porque es una responsabilidad nuestra iluminar nuestro mundo

Oseas 2, 16b. 17b. 21-22; Sal 44; Mateo 25,1-13

Hay personas en la vida que saben ser previsoras y están pendientes y vigilantes ante lo que pueda suceder o los imprevistos que en la vida nos puedan aparecer. Personas que saben planificar bien su vida, que sin ser avariciosos saber guardar para estar preparados ante lo que pueda suceder, que saben controlarse que porque hoy tengan mucho puedan pensar que ya todo está resuelto para siempre y saben hacer entonces sus ahorros, tener sus previsiones; bien sabemos de cuantos siempre viven al día y casi lo tienen como filosofía de su vida y tanto tienen tanto gastan viviendo alegremente.
Ya digo no es necesario ser avariciosos para acaparar para tener por tener sin saber disfrutar de lo que se tiene, pero creo que sí es importante que sepamos planificarnos nuestra vida, tengamos objetivos por los que vayamos a luchar y trabajar y seamos capaces de ver las posibilidades que tenemos y hacer los acopios necesarios para poder llegar a cabo la tarea; es señal de un buen administrador y en fin de cuentas eso somos de nuestra vida, unos administradores de esa vida que se ha puesto en nuestras manos; más lo podemos decir cuando vivimos con trascendencia nuestra vida, que tampoco tiene su meta y su fin en los días que en este mundo vivamos.
Podíamos decir que en este sentido quiere hacernos reflexionar hoy Jesús con su parábola. Habla de una boda, de la llegada del novio que todos esperan con la ilusión de la fiesta y los preparativos necesarios, de unas jóvenes encargadas de iluminar el camino y con sus lámparas iluminar también luego la fiesta. Pero no todas las jóvenes fueron lo suficientemente previsoras; la mitad de ellas se contentó con llevar el aceite para que en aquel momento las lámparas iluminaran, no previeron que el novio podía tardar, como luego la fiesta se podía alargar y era necesario tener suficiente aceite para que las lámparas se mantuvieran encendidas. Cuando llegó el novio después de la tardanza ya sus lámparas no iluminaban, no tenían aceite para recebar la lámpara. No pudieron entrar a la fiesta porque mientras fueron a comprar la reserva ya la puerta de la fiesta se cerró.
Tiene, por supuesto, la parábola un sentido escatológico que nos hace pensar en el final de los tiempos, en la vida futura que nos espera, y en el momento en que hemos de presentarnos delante del Señor con nuestra lámpara encendida. ¿Qué vamos a llevar en nuestras manos? ¿Se mantendrá encendida hasta ese momento final esa lámpara de nuestra vida? ¿Habremos mantenido y alimentado suficientemente nuestra fe? ¿Cuáles son las obras de nuestro amor, qué hemos hecho de nuestra vida? son preguntas que surgen al hilo de la parábola.
Claro que también tenemos que pensar en el día a día de nuestra vida, de la vigilancia y de la responsabilidad con que hemos de vivir cada momento, de la seriedad con que nos vamos tomando cada una de nuestras responsabilidades y obligaciones, y del desarrollo que hemos de hacer de nuestra talentos, de nuestros valores.
Estamos llamados a iluminar desde ese sentido profundo de la vida que tenemos por nuestra fe en Jesús y esa luz no se puede apagar; pero esa luz no se mantendrá encendida para iluminarnos no solo nosotros sino a los demás si no la alimentamos. Es ese espíritu nuestro que tenemos que entrenar y fortalecer, es la espiritualidad con que hemos de dotar nuestra vida, es esa unión con la gracia del Señor que significará tanto una escucha de su Palabra como un fortalecimiento con los sacramentos, es la oración con que diariamente alimentamos y fortalecemos nuestro espíritu.
Mantengamos encendidas nuestras lámparas porque tenemos que iluminar nuestro mundo.

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