Celebramos a todos los santos que un día emprendieron la aventura del Reino con un sí que mantuvieron en fidelidad en el espíritu de las bienaventuranzas
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Sal 23; 1Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12a
"La aventura de la santidad
comienza con un «sí» a Dios". Cuando estaba queriendo preparar esta reflexión
para la fiesta de Todos los Santos que
hoy celebramos, cayó en mis manos
este pensamiento de san Juan Pablo II. Todo comienza con un “sí” a Dios. Una
aventura, decía san Juan Pablo II. Un camino que hemos de emprender todos,
porque todos estamos llamados a la santidad.
Antes de seguir adelante en
esta reflexión me viene a la mente pensar que toda la aventura de nuestra
salvación en el momento culminante de la plenitud de los tiempos comenzó
también con un “sí”, el sí de María con su disponibilidad total, con la
apertura de su corazón a Dios, con la generosidad de quien entrega totalmente
su vida en las manos de Dios. Y el misterio de la Encarnación se realizó en sus
entrañas y Dios para siempre será Emmanuel porque para siempre será Dios con
nosotros.
Hoy la liturgia de la
Iglesia nos invita a contemplar y a celebrar a Todos los Santos. Hemos
contemplado las descripciones maravillosas y trascendentales que nos ofrece el
libro del Apocalipsis. Cuando celebramos la fiesta de Todos los Santos,
pensamos en quienes están para siempre en la presencia de Dios en el cielo
cantando su gloria, viviendo en plenitud la santidad de Dios.
No los podemos contar, como
nos decía el libro del Apocalipsis. Es cierto que podemos plasmar esa lista que
nos parece interminable de los que la Iglesia ha reconocido su santidad y los
llamamos santos. Mártires, vírgenes, consagrados en el sacerdocio o en la vida
religiosa, esposos cristianos, niños, jóvenes o mayores que vivieron en
plenitud ese sí que le dieron a Dios y ahora gozando de la visión de Dios son
intercesores nuestros pero también ejemplo y estimulo para los que aun
caminamos en medio de la tribulación de este valle de lágrimas.
Pero santos, todos los que
han emprendido esa aventura, como nos decía el Papa, de la santidad diciendo sí
a Dios con toda su vida, y ahora ya gozan de la visión de Dios. Innumerables,
santos anónimos que cantan la gloria de Dios en el cielo en esa visión de Dios
porque fueron fieles, que nadie podría contar que ‘pasaron por la gran
tribulación y lavaron sus mantos en la sangre del Cordero’, como nos decía el
Apocalipsis.
Pero sigo insistiendo en los
que emprendieron esa aventura de la santidad diciendo sí a Dios y aun viven en
este mundo queriendo ser fieles, queriendo mantener su si. Santos que caminan a
nuestro lado, que quizá algunas veces no sabemos descubrir pero que en el
silencio de sus vidas mantienen su sí a Dios. Los que hoy veneramos como santos
reconociendo su santidad, hicieron ese camino de fidelidad aquí en la tierra,
pues pensemos en cuantos están ahora queriendo hacer ese camino de santidad con
el sí de su vida a Dios y que un día formarán parte de ese cortejo celestial,
pero que ahora también están dando gloria a Dios con la santidad de su vida.
Son los santos de la tierra, los santos de todos los días, los santos y santos
que caminan a nuestro lado glorificando también al Señor.
Son aquellos a los que Jesús
hoy en el evangelio llama dichosos porque están queriendo vivir según el estilo
y el sentido del Reino, están queriendo vivir en el espíritu de las
bienaventuranzas.
Pensemos que las
bienaventuranzas con las que Jesús inicia el sermón del monte son algo más que
una página bella, literariamente bien compuesta, con un mensaje idealista y
utópico que nos parece muy lejano y al que tenemos que interpretar para
adaptarlo a nuestra vida. Muchas veces ante esa página del evangelio así nos
quedamos y luego comenzamos a darle vueltas y vueltas buscando interpretaciones
en palabras que consideramos en cierto modo enigmáticas.
No nos quedemos ahí. Enfrentémonos
con espíritu abierto, con los oídos del corazón bien abiertos a este mensaje de
Jesús que nos señala un camino de vida y no busquemos acomodaciones. Ahí están
las palabras de Jesús y son sus palabras y son su mensaje de vida y de
esperanza. Y habla de pobres, y de personas que sufren, y de gente que tiene
hambre y sed, y de lágrimas que corren raudas por los rostros, y de quienes son
perseguidos por su causa, y de los que se mantienen firmes y fieles en un
camino de rectitud, y de los que saben vivir desprendidos de todo porque lo han
aprendido no teniendo nada, y de los que les duele la injusticia y se rebelan
porque no quieren un mundo así, y de los que no manchan sus manos ni su corazón
con la torpeza de la ambición que todo lo corrompe, y de los que saben buscar
la verdadera felicidad no en cosas efímeras y que pronto se desvanecen como
humo.
Sí, Jesús nos está hablando
de esas personas que vemos con ese sufrimiento o con esa inquietud caminando a
nuestro lado; y si nos fijamos bien veremos en sus rostros, aunque estén
marcados por el sufrimiento en sus luchas o en su pobreza, una felicidad y una
paz que no veremos nunca en los que se sienten siempre satisfechos porque
aunque satisfechos siempre estarán ambicionando más.
Son los santos que caminan a
nuestro lado aun en medio de las tribulaciones de este mundo, pero que saben
trascenderse más allá buscando siempre una plenitud. Son los santos de hoy que
están construyendo el Reino poniendo cada uno su parte siempre buscando un
mundo nuevo y mejor. Son los que emprenden ese camino, esa aventura decía el
Papa, pero se ponen en las manos de Dios, se fían de Dios llenos de fe y de
esperanza y va brotando de sus corazones cada vez con más fuerza el amor. Son
los sembradores de semillas buenas, de las verdaderas semillas del Reino que
tenemos la esperanza de que un día florecerá y dará frutos.
Hoy nosotros celebramos a
todos los Santos, los que en el cielo están cantando la gloria de Dios porque
un día aquí en la tierra emprendieron esa aventura de su sí a Dios, y también
los santos que aun ahora caminan a nuestro lado y que son también para nosotros
estimulo y ejemplo y son fuente de esperanza de un mundo mejor.
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