Que todos puedan descubrir en la Iglesia, en nosotros esos signos de la misericordia del Señor que nos llama a la vida eterna
Hechos,
8, l-8; Sal 65; Juan 6, 35-40
‘Todo el que ve al
Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día’, nos decía Jesús en el Evangelio.
Creer en Jesús para alcanzar la vida eterna; creer en Jesús y resucitar en el
último día.
Pensamos en la vida eterna y nos trascendemos porque
pensamos en la meta final de vivir junto a Dios para siempre más allá de nuestra
muerte terrena. Por eso se nos habla de resurrección. Pero pensar en la vida
eterna es pensar en la vida de Dios, de la que ya ahora también estamos
participando. Desde nuestra fe en Jesús y nuestra unión con El por el Bautismo
estamos participando por la fuerza del Espíritu de la vida de Dios, que nos
hace hijos de Dios. Decimos que somos hombres nuevos porque tenemos nueva vida
en nosotros, somos participes por la fuerza del Espíritu de la vida divina, ahora en medio de nuestras
luchas, nuestros trabajos, nuestras debilidades, nuestras caídas y ese
volvernos a levantar y siempre con la meta puesta en la plenitud final. Por eso
hablamos de vida eterna.
‘Yo soy el pan de la
vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed’, nos ha dicho Jesús hoy. Vamos a
Jesús, creemos en Jesús, comemos a Jesús y estamos alimentados de vida eterna.
Por eso es tan importante nuestra unión con Jesús, nuestra fe en El y
alimentarnos de El. Es de lo que nos está hablando en estos días cuando estamos
leyendo el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Aquel pan que
milagrosamente había multiplicado allá en el descampado, con el que había dado
de comer a toda aquella multitud, era un signo, una imagen de ese alimento que
El quiere darnos que es El mismo. ‘Yo soy
el pan de vida’, nos dice. Y quiere alimentarnos con su vida, quiere darnos
vida eterna, nos llama a la resurrección y a la vida sin fin.
Es hermoso todo esto y tendría que suscitar en nosotros
esos deseos de unirnos a El, creer en El y alimentarnos de su vida. Qué
importancia más grande tiene para nosotros la Eucaristía en la que nos
alimentamos de Cristo. Pero ya tendremos ocasión de seguir reflexionando sobre
ello en los próximos días siguiendo el discurso de Jesús en la sinagoga de
Cafarnaún.
Pero hay algo más que nos dice hoy que también tendría
que hacernos reflexionar sobre lo que hacemos o debemos de hacer por los demás.
Nos ha dicho: ‘Todo lo que me da el Padre
vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del
cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Ésta
es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino
que lo resucite en el último día’. Jesús viene a hacer la voluntad del
Padre, y como dice, no puede perder nada de lo que el Padre le dio.
‘Al que venga a mi no
lo echaré afuera… que no pierda nada de lo que me dio…’ Quiere Jesús que todos lleguen a
Dios, lleguen al Padre; nada ni nadie tendría que perderse. Podríamos decir que
siente dolor en el alma por cuantos se alejan de Dios. El ha venido para ser la
salvación de todos y no quiere que nadie se pierda, por eso El viene no a
condenar sino a salvar. Esto tendría que hacernos pensar a nosotros en esa
inquietud misionera que tendríamos que tener en el alma. Querríamos que todos
alcanzaran esa salvación de Dios. A nadie tendríamos que excluir, a todos
tendríamos que llamar.
Ahí tiene que estar nuestra tarea, nuestra palabra,
nuestro testimonio. Es la tarea de la Iglesia y es nuestra tarea. Es la
inquietud honda que hemos de sentir en el alma. ¿Estaremos contribuyendo de
verdad a que todos se acerquen a Dios? ¿Estará haciendo la Iglesia todo lo que
debe hacer para que todos alcancen la salvación? ¿No tendríamos el peligro
quizá de excluir a alguien con nuestros rigorismos o con nuestro testimonio no
tan bueno de lo que es la misericordia de Dios? Que todos puedan descubrir en
la Iglesia, en nosotros esos signos de la misericordia del Señor que nos llama
a la vida eterna.
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