Cristo resucitado nos levanta y pone en camino para llevar el anuncio de la paz y el perdón a todos los hombres
Hechos, 3, 12-15. 17-19;
Sal. 4; 1 Juan 2, 1-5ª; Lucas 24, 35-48
Seguimos viviendo la alegría pascual; seguimos
celebrando a Cristo resucitado, motor, eje y centro de nuestra fe. Contemplamos
una vez más en el evangelio en este tiempo pascual las manifestaciones de
Cristo resucitado a los discípulos haciéndoles despertar a la fe, abriendo
puertas a unos nuevos caminos y confiándoles la misión de seguir haciendo ese
anuncio a todos los hombres, porque para todos es la salvación, para todos es
el perdón de los pecados que Cristo nos ofrece.
La proclamación de nuestra fe en Cristo resucitado no
nos deja encerrados en nosotros mismos, sino todo lo contrario. La fe que
tenemos en Jesús nos impulsa, nos obliga a ponernos en camino, porque ya se
acaban las dudas y los miedos y en la alegría de lo que vivimos y
experimentamos en nosotros mismos en el encuentro con Cristo resucitado
sentimos la valentía con la fuerza del Espíritu para ir a hacer ese anuncio a
todos los hombres.
Es un signo precioso que el primer milagro que hicieran
los apóstoles en el nombre de Cristo resucitado es quitar los impedimentos que
pudiera tener aquel paralítico de nacimiento para que pudiera andar. Es lo que
hemos de sentir en nosotros por la fe que tenemos en Jesús. Es lo que tiene que
despertarse nosotros; es el envío que Jesús hará con la misión que les confía a
todos los que crean en El desde esa experiencia de encontrarse y vivir a Cristo
resucitado.
Un paralítico que es curado y que produce una gran
conmoción entre las gentes de Jerusalén. Ahora Pedro en el templo anuncia que
aquel hombre puede caminar no como si aquel milagro lo hubieran hecho los
apóstoles por sí mismos; lo han realizado en el nombre de Jesús. Todos los
impedimentos y trabas que había en su vida desaparecieron y ahora puede
emprender una nueva vida en un nuevo caminar.
Es lo que tiene que suceder en nosotros cuando nos
gozamos en la fe que tenemos en Jesús. Hoy hemos contemplado en el evangelio
que al principio los discípulos estaban llenos de dudas y de miedos, de
cobardías que los tenían encerrados allá en el cenáculo. Creían ver un fantasma
cuando Cristo aparece en medio de ellos. ‘¿Por
qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?’ Con Jesús ya
no caben las alarmas, las dudas, los miedos; con Jesús llega la paz. Es su
saludo pascual.
Y les hará comprender todas las cosas. ‘Esto es lo que os decía mientras estaba con
vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos
acerca de mi, tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para
comprender las Escrituras’. Se los fue explicando una y otra vez con
paciencia, como había hecho con los discípulos del camino de Emaús. Y
ahora ‘vosotros sois testigos de esto’, les dice, porque ahora en el
nombre de Jesús ‘se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén’. Les está confiando una misión; les está poniendo camino. Han de
caerse las muletas que ahora ya no necesitarán para caminar porque se acaban
las dudas y los miedos.
Repito es lo que nos tiene que suceder a nosotros.
Seguimos con nuestros miedos, con nuestras cobardías, con nuestras dudas, con
esa parálisis del temor y la indecisión que nos encierra en nosotros y nos
impide ver la luz. Quisiéramos quizá tener la experiencia de los apóstoles allá
en el Cenáculo de tener a Jesús en medio de nosotros. ¿Para qué queremos
nuestra fe? ¿Cuándo de verdad vamos a creer en la Palabra de Jesús y abrirle
nuestro corazón para sentirle ahí con nosotros? ¿Por qué seguimos con dudas en
nuestro interior?
También nosotros nos reunimos, como los apóstoles, en
el cenáculo de la Eucaristía cada domingo. No es una reunión cualquiera, no es
una simple asamblea ritual lo que hacemos. Ahora estamos reunidos los hermanos
y sepamos abrir los ojos de la fe para sentir que en verdad Cristo está en
medio de nosotros. Detengámonos un poquito dejando fuera nuestros agobios que
nos impiden tener paz en el corazón para sentir en verdad la presencia del
Señor.
Es un acto profundo de fe por lo que tenemos que
comenzar, para tener la seguridad de que ya solamente por el hecho de estar
reunidos en el nombre del Señor El está con nosotros. Pero bien sabemos que se
nos da en la Palabra, que nos ofrece el Pan de la Eucaristía para que le
comamos y cada vez que comemos de este
pan y bebemos de este Cáliz estamos anunciando la muerte del Señor hasta que
venga. Y El viene y está en medio nuestro resucitado y también nos da su
paz, y también nos pone en camino, también tenemos que salir siendo testigos
para anunciar su salvación hasta los confines de la tierra.
Sintamos la mano del Señor que nos levanta de nuestras
parálisis de miedos, de cobardías, de dudas, de indecisiones. Nos cuesta ver
claro en ocasiones, pero sintamos que Cristo resucitado pone su mano sobre
nuestros ojos, en nuestro corazón y con El sentiremos nueva vida, tendremos
nueva luz, nos fortaleceremos con la fuerza de su Espíritu y ya nuestra vida
tendrá que ser distinta y nos pondremos en camino para llevar vida, para llevar
esperanza, para abrir los corazones de los hombres nuestros hermanos a algo
nuevo que transforme también sus vidas. El mundo que nos rodea necesita nuestro
testimonio, que nos manifestemos de verdad como testigos con nuestra nueva
manera de vivir llenos de la alegría del Espíritu.
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