Acerquémonos con corazón sincero y
llenos de fe, con el corazón purificado e inundados de amor
Hebreos, 10, 19-25; Sal. 23; Marcos, 4,
21-25
¿Cómo podemos acercarnos a Dios? ¿Es que nosotros,
pequeñas criaturas suyas, podemos atrevernos a acercarnos a su inmensidad y a
su grandeza? ¿No será algo que nos supere y que entonces no podamos hacer?
En el Antiguo Testamento, en la Antigua Alianza, el
templo era un signo de esa presencia de Dios; era el lugar santo, consagrado al
Señor dedicado todo él al culto sagrado, al culto a Dios. Allí se ofrecían los
sacrificios con los que el hombre trataba de agradar a Dios, era el lugar para
la oración, para el cántico de los salmos y la escucha de la Ley y los
Profetas, palabra que Dios había dirigido al hombre.
Pero dentro de la grandiosidad del templo de Jerusalén,
aquel templo que David había querido construir, pero que había edificado y
consagrado su hijo Salomón, había un lugar de especial presencia de Dios.
Además del altar de los sacrificios había un lugar santo especialmente señalado
para expresar esa presencia de Dios. Era el centro del templo; dividido en dos
estancias estaba primero el lugar llamado ‘el santo’ donde era ofrecido el
incienso cada día por el sacerdote de turno, junto a la mesa de los panes de las
ofrendas; separado por una cortina que no se podía atravesar estaba el lugar santísimo,
donde al principio se guardaba el arca de la Alianza, y al que solo entraba el
Sumo Sacerdote una vez al año en el día de la expiación. Nadie podía traspasar
aquella cortina sino el Sumo Sacerdote.
Envuelto en nubes de incienso estaba aquel lugar que
representaba para los judíos el lugar más santo de la presencia de la
divinidad, a la manera como mientras caminaban por el desierto Moisés había
levantado la Tienda del Encuentro que se veía envuelta por una nube cuando Dios
se hacía presente en medio de su pueblo. Solo Moisés podía acercarse a la
Tienda del Encuentro para hablar cara a cara con Dios, mientras guiaba a su
pueblo hacia la tierra prometida.
Todo eso venía a significar la grandeza de la gloria de
Dios que lo envolvía todo y expresa en todos sus atributos la inmensidad de
Dios en todas sus perfecciones y en toda su santidad. El hombre no era digno de
poder acercarse a su Dios. Los sacerdotes como mediadores y pontífices - que
hacen de puente - se podían acercar para la ofrenda de los sacrificios y de los
holocaustos.
Pero el velo del templo se rasgó arriba abajo con la
muerte de Jesús, como se señala como un signo en uno de los evangelios. Y es
que Dios había querido acercarse al hombre para ser Emmanuel, Dios con
nosotros. Como nos dice hoy la carta de los Hebreos ‘teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús;
contando con el camino nuevo y vivo que El ha inaugurado para nosotros a través
de la cortina, o sea, de su carne… acerquémonos con corazón sincero y llenos de
fe, con el corazón purificado…’
Cristo nos ha abierto las puertas para poder acercarnos
a Dios, porque es El mismo quien se ha acercado a nosotros haciéndose Dios con
nosotros cuando tomó nuestra carne, pero cuando se ofreció a si mismo como
sacrificio de expiación por nuestros pecados. Es el Sumo Sacerdote que ha
ofrecido de una vez para siempre el sacrificio que nos redime, que nos salva y
que nos santifica. El no solo ha hecho una ofrenda de si mismo al Padre al
derramar su Sangre para remisión de nuestros pecados, sino que a nosotros
también nos quiere hacer una ofrenda, nos quiere hacer llegar el regalo de su
perdón y de su amor.
¿Cómo podemos acercarnos a Dios? Ahora sí podemos acercarnos
a Dios desde la humildad, es cierto, pero también con todo nuestro amor porque
nos sentimos amados y salvados, llenos de su gracia e inundados de su Espíritu.
Aunque no somos dignos El nos ha engrandecido porque nos ha llenado con su
gracia.
Con cuánto amor podemos y tenemos que acercarnos a
Dios. Ya no vamos desde el temor, sino desde el amor, porque nos sentimos
amados y nosotros queremos amar también; quienes se aman permanecen unidos, así
nosotros queremos permanecer en el amor del Señor que quiere incluso venir a
poner su morada en nuestro corazón. Qué gozo más grande tenemos que sentir en
nosotros.
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