Proclamamos a María, la humilde esclava del Señor, como Reina del universo y abogada de gracia para todos los hombres
Is. 9, 1-6; Sal. 112; Lc. 1, 26-38
En el año 1954, en el ámbito del año mariano celebrado
entonces a los cien años de la proclamación del dogma de la Inmaculada
Concepción de María, el Papa Pío XII instituyó la fiesta de María Reina que se
celebraba entonces el 31 de mayo como culminación de todo mes mariano por
excelencia. Fue a partir de la reforma de la liturgia y del calendario
litúrgico después del Concilio Vaticano II cuando Pablo VI, con buen criterio,
trasladó esta fiesta al 22 de Agosto, que viene a ser algo así como una octava
de la glorificación de María en su Asunción al cielo.
Ya el concilio Vaticano II en la constitución sobre la
Iglesia y en el capítulo dedicado al misterio de María dentro del misterio de
Cristo nos decía: ‘La Virgen Inmaculada…
terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial y ensalzada como Reina del Universo, para que se asemejara más a su
Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte’.
Ensalzada y glorificada en su asunción como Reina del
Universo. Y es que en María, como tantas
veces hemos reflexionado, vemos plasmado el
Reino de Dios anunciado y proclamado por Jesús. ¿Quién fue la primera
que aprendió a hacerse la última y la servidora de todos? Ella se llama a sí
misma la esclava del Señor, dispuesta siempre a que se cumpla su voluntad, se
haga en ella conforme a la Palabra de Dios, se ha dejado inundar del Espíritu
divino plantando la Palabra de Dios en su corazón de manera que fue el Verbo de
Dios el que se encarnara en sus entrañas para ser nuestro Emmanuel, Dios con
nosotros y Salvador de nuestra vida.
‘Derribó del trono a
los poderosos y ensalzó a los humildes’ cantaría María en el Magnifica en sintonía con lo que luego Jesús nos
enseñara que el que se engrandece será humillado y el que se humilla será
enaltecido. Así vemos hoy a María enaltecida siendo la primera en alcanzar los
dones de la redención, porque en virtud de los méritos de Cristo ella será
preservada del pecado; pero ahora como
primicia y como figura de la Iglesia la hemos contemplado en su asunción a
los cielos, y la vemos engrandecida hoy como Reina del Universo.
Como proclamaremos en el prefacio de esta fiesta, ‘a tu Hijo, que voluntariamente se rebajó
hasta la muerte de Cruz, lo coronaste de gloria y lo sentaste a tu derecha,
como Rey de reyes y Señor de señores; y a la Virgen, que quiso llamarse tu
esclava y soportó pacientemente la ignominia de la cruz del Hijo, la exaltaste
sobre los coros de los ángeles, para que reine gloriosamente con El,
intercediendo por todos los hombres como abogada de gracia y reina del
universo’.
Con que exactitud y belleza los textos de la liturgia
nos ayudan a comprender la fiesta que hoy celebramos y por qué podemos llamar y
proclamar a María, como Reina del universo y abogada de gracia para todos los
hombres. La liturgia nos impulsa, pues, a cantar las glorias de María pero al
mismo tiempo se convierte en maestra que nos enseña a mirar a María para
aprender cómo mejor amarla, pero, más aún, cómo mejor imitarla para que así nos
veamos también impregnados de gracia que nos haga caminar los caminos de la
santidad.
¿Qué estamos contemplando hoy en María y que, podríamos
decir, fue el camino que ella recorrió para que así hoy la veamos glorificada? Decíamos que había plasmado como nadie los valores del Reino de Dios en su vida y
entonces contemplábamos su humildad para estar siempre abierta a Dios pero en disposición
permanente para el servicio allí donde hubiera una necesidad y fuera necesaria
su presencia. Creo que es en lo que hoy hemos de fijarnos de manera especial en
María y copiar en nuestra vida, su espíritu de humildad, la esclava del
Señor, que le hacía sentirse la última,
y que abría su corazón al servicio.
Que de María aprendamos a vivir en ese espíritu
humilde, con generosidad grande en nuestro corazón, que nos haga olvidarnos de
nosotros mismos para buscar siempre por encima de todo el bien de los demás.
Nos costará en muchas ocasiones porque siempre el tentador estará diciéndonos
que somos grandes y que no tenemos que ponernos por debajo de nadie. María
escachó con su pie la cabeza de la serpiente para vencer el mal y para
enseñarnos a vencer ese mal del orgullo que tantas veces nos tienta; que María,
a quien hoy la estamos proclamando también como abogada de gracia, interceda
por nosotros y nos alcance la gracia del Señor para vencer siempre en la
tentación y sepamos entonces plasmar ese Reino de Dios en nuestra vida.
María hoy nos está abriendo la puerta del cielo, porque
nos está enseñando cuál es el camino que hemos de hacer; y María nos está
tendiendo su mano para llevarnos con ella, para preservarnos con la gracia
divina y para alentar la esperanza de nuestro corazón de que un día también podremos alcanzar la gloria de los hijos en
el Reino de los cielos, como pedíamos en la oración litúrgica. Que de mano
de María lleguemos a participar del
banquete del Reino de Dios en los cielos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario