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lunes, 18 de agosto de 2014

¿Sabremos encontrar el camino de la verdadera felicidad que nos haga alcanzar la vida eterna?

¿Sabremos encontrar el camino de la verdadera felicidad que nos haga alcanzar la vida eterna?

Ez. 24, 15-24; Sal. 32; Mt. 19, 16, 22
‘El joven se fue triste, porque era rico’, terminaba diciéndonos el evangelista; pero antes del evangelio en la antífona del aleluya se nos proclamaba: ‘Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos’. El anverso y el reverso de la moneda, podríamos decir. Las tristezas que inundan nuestra vida aunque andemos sobrados de bienes materiales, y la felicidad más honda de quien se siente verdaderamente liberado porque su corazón no lo tiene apegado a cosas materiales.
Algunas veces habremos oído decir, o lo hemos dicho nosotros mismos, aquello de que el dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla. ¿Es esa la filosofía de nuestra vida? ¿Es ese el sentido que le damos a la posesión de los bienes materiales y a las riquezas? ¿No diremos quizá frases así porque vivimos tan apegados a lo material que no seremos capaces de desapegarnos de ello, de vivir con un corazón verdaderamente libre? La posesión de las cosas ¿es realmente lo que nos dará la felicidad?
Me van a decir seguramente que necesitamos de esos bienes materiales para nuestra subsistencia, para tener lo necesario para una vida digna y que es la manera que tenemos de intercambiarnos lo que tenemos para alcanzar lo que necesitamos para vivir dignamente. Hasta ahí, muy bien, podíamos decir; pero ¿no nos sentiremos tentados a dar un pasito más y ya lo de la posesión de bienes sea el peligro de que se convierta en avaricia, por ejemplo, o nos lleve al despilfarro del lujo mientras otros pasan necesidad o al acaparar para yo tener olvidándome de los demás?
Son preguntas que nos podríamos hacer y que tendrían que irnos llevando en nuestra reflexión a buscar el darle el valor que cada cosa tiene, para nunca convertir lo material o la riqueza en un apego del corazón o en un ídolo de nuestra vida. Porque esos apegos nos encierran en nosotros mismos, nos hacen avariciosos y egoístas porque no pensamos sino en nosotros mismos y de ahí un paso más nos pueden llevar a ser injustos con los demás, y ya tendríamos que sacar muchas consecuencias.
El evangelio que hemos escuchado nos habla de aquel joven bueno que tenía ilusión en su corazón por encontrar lo que le diera de verdad un sentido hondo a su vida y se preguntaba qué es lo que tenía que hacer para alcanzar la vida eterna. Jesús comienza recordándole los mandamientos, pero al ver que era bueno, porque como decía él todo eso lo había cumplido desde siempre y aún parecía aspirar a más, es cuando le propone que sea capaz de desprenderse de lo que tiene para compartirlo con los pobres y así el tesoro verdadero de su vida no se quedaría en lo terreno sino seria un tesoro en el cielo, y entonces desprendido así de todo lo siguiera. ‘Si quieres llegar hasta el final, le dice Jesús, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo -y luego vente conmigo’.
Es cuando nuestro joven se llena de tristeza en su corazón porque aunque hasta entonces lo que tenía no le había servido para culminar sus más hondas aspiraciones, ahora le parecía imposible desprenderse de todo eso para seguir pobre desde lo más hondo de su corazón a Jesús. Le costaba encontrar el camino de la felicidad plena, aunque Jesús se lo estaba señalando bien. Lo de la bienaventuranza le costaba entenderlo. Estaba quizá en su interior esa lucha en la hora de la decisión por encontrar aquello que le diera verdadera felicidad.
Bueno, alguno quizá me pueda decir, nosotros somos pobres, pocas son las cosas que tenemos, ¿qué nos puede decir a nosotros este evangelio entonces? Cuidado, porque aunque sean pocas las cosas que poseamos algunas veces los apegos del corazón persisten y todavía podíamos estarnos peleando porque esto es mío y no hay quien me lo quite o no tengo por qué compartirlo con nadie, o este es mi sitio y nadie tiene que sentarse en él, por poner algunos ejemplos, y vivir obsesionados poco menos que adorando esas pocas cosas que tenemos. ¿Seremos capaces de desprendernos de eso poco que tenemos para compartirlo con los demás?

¿Podremos merecer la bienaventuranza  de Jesús, ‘dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos’?

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