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lunes, 21 de julio de 2014

Sólo descubriendo todo el inmenso amor que Dios nos tiene crecerá más y más nuestra fe

Miqueas, 6, 1-4.6-8; Sal. 49; Mt. 12, 38-42
‘Si  no lo veo, no lo creo’, es proverbial recordar esta frase de Tomás cuando negaba que Jesús hubiera resucitado y pedía pruebas que le convencieran, sin embargo estuvo abierto a la fe pues cuando se encontró con Cristo resucitado creyó y no necesitó de aquellas pruebas que pedía.
Pero también es proverbial el decir que no hay peor sordo que el que no quiere oír ni peor ciego que el que no quiere ver; muchas veces quizá hemos repetido estas frases ante personas que por más que les expliquemos las cosas y tengan delante las pruebas no quieren creer. Quizá serían las más apropiadas para describir la actitud de aquellos escribas y fariseos que vienen pidiendo una vez más señales a Jesús para creer en El.
‘Maestro, queremos ver un milagro tuyo’, le dicen. A estas alturas del evangelio ya han podido contemplar más de un milagro realizado por Jesús, pero aún piden más. Son como el ciego que no quiere ver aunque esté viendo porque las cosas están palpables ante sus ojos. Ya con ocasión del milagro del ciego de nacimiento que Jesús envió a lavarse a la piscina de Siloé, después de toda la diatriba que se armó Jesús sentenciará al final: ‘Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar la vista a los ciegos y para privar de ella a los que creen ver’. Y dice el evangelista que algunos fariseos al escuchar estas palabras de Jesús le dijeron: ‘¿Acaso también nosotros estamos ciegos?’ A lo que Jesús les respondió: ‘Si estuvierais ciegos no seríais culpables; pero, como decís que veis, vuestro pecado permanece’.
Jesús podría haberles replicado a la petición que hoy le vemos que le hacen haciendo una relación de todos aquellos signos y milagros que había realizado. Cuando vinieron los discípulos de Juan preguntando en su nombre si era el que había de venir o habían de esperar a otro, Jesús realizará milagros en su presencia curando enfermos, y les mandará que le cuenten a Juan lo que han visto y oído: ‘Los ciegos ven, los inválidos pueden caminar, los leprosos quedan limpios y los muertos resucitan’.
Pero es que en los enviados de Juan hay sinceridad en la petición, en el caso de los fariseos ahora lo que hay es cerrazón en su corazón. Por eso, la respuesta será distinta. Ahora les va a decir que ellos van a ser juzgados por aquellos paganos que escucharon la predicación de Jonás y se convirtieron o por la reina del Sur que vino desde lejanas tierras para escuchar la sabiduría de Salomón; y como les dice ‘aquí hay uno que es más que Salomón’.
El signo de Jonás será el gran signo, porque es imagen y es anuncio de lo que será la muerte y la resurrección de Jesús. ‘No se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceos; pues tres días y tres noches estará el Hijo del Hombre en el seno de la tierra’, en clara alusión a su muerte y resurrección.  Y las gentes de Nínive creyeron la predicación de Jonás y se convirtieron con sinceridad al Señor. ‘Y aquí hay uno que es más que Jonás’, les dice.
Pero la pregunta que tenemos que hacernos para nuestra vida, porque en todo esto hemos de saber hacer una lectura de nuestra vida y de lo que el Señor quiere decirnos, sería ¿y nosotros creemos? ¿También estaremos pidiendo signos y señales, milagros a cada momento para creer?
Nuestra fe, por supuesto, no es simplemente cerrar los ojos y decir sí ciegamente. Claro que surgen dudas en nuestro interior y nos hacemos también preguntas; es que tenemos que asumir de una forma madura nuestra fe. Por encima de todo ponemos nuestra confianza en el Señor y creemos en su Palabra, pero esa Palabra y ese mensaje de salvación que escuchamos hemos de saberlo rumiar en nuestro interior para hacerlo en verdad vida de nuestra vida. Tenemos una razón y una inteligencia con la que hemos de saber razonar y entender bien todo el contenido de nuestra fe.
Pero en el camino de la vivencia de nuestra fe entra también y de una forma muy importante el corazón. Y digo que entra de forma importante el corazón en el sentido de que abrirnos al misterio de Dios es abrirnos a su misterio de amor; será descubriendo todo ese inmenso amor que Dios nos tiene como crece más y más nuestra fe; abriéndonos a ese misterio de amor veremos y sentiremos cómo Dios se hace presente en nuestra vida y llegaremos a descubrir cuántas maravillas realiza cada día en nosotros.

Será así que con toda sinceridad nos acercaremos a Dios, pero dejaremos que Dios se acerque y penetre en nosotros llenándonos de su vida y de su amor.

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