Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento
Sab. 12, 13.16-19; Sal. 85; Rm. 8, 26-27; Mt. 13, 24-43
‘Entonces los justos
brillarán como el sol en el Reino de su Padre’, viene a ser la conclusión de estas
parábolas que nos propone Jesús y de sus explicaciones. Para mí son palabras de
consuelo y de esperanza, porque a pesar de las oscuridades o de las maldades en
que nos veamos envueltos en este camino de la vida al final hay una luz, al
final podremos brillar con esa luz si hemos sabido mantener la esperanza y
hemos tratado de ser fieles.
Muchas veces decimos que estamos aquí en medio de un
valle de lágrimas; es lo que expresamos en esa oración a la Virgen en la que la
invocamos como madre y reina de misericordia, a quien acudimos para que después
de este valle de lágrimas con ella podamos también alcanzar la gloria del
cielo. Es cierto que muchas veces la vida se nos hace dura, son muchos los
contratiempos o las tentaciones que tenemos que sufrir y aunque quisiéramos que
todo fuera bueno sabemos que el mal y el bien se entremezclan en nuestros
corazones, pero también es la realidad del mundo en el que vivimos.
Dios creó el mundo bueno; recordemos aquella primera página
de la Biblia en que se nos habla de la creación; ‘y vio Dios que todo era bueno’; así salió de las manos del
Creador. Como la buena semilla sembrada en el campo de la vida, tal como nos
habla hoy la parábola que Jesús nos ha propuesto.
Pero apareció el mal que pervirtió el corazón del
hombre, como nos dice la Biblia. En la parábola se nos habla del maligno que
sembró la mala semilla, la cizaña donde el propietario había sembrado buena
semilla. ‘¿No sembraste buena semilla en
tu campo? ¿de dónde sale la cizaña?’, se preguntan los criados cuando ven
aparecer la cizaña en medio de las buenas espigas. ‘Un enemigo lo ha hecho’, es la respuesta.
La parábola es un buen retrato de nuestra vida y de
nuestro mundo. Y digo también un retrato de nuestra vida porque no nos podemos
poner como fuera del cuadro, como si fuéramos simplemente espectadores y a
nosotros eso no nos tocara porque los malos son los otros. Ese mal se nos mete
también en nuestro corazón; y aquí tendríamos que decir aquello de que ‘el que esté sin pecado que tire la
primera piedra’. Tenemos, es cierto, buenos sentimientos y buenos deseos;
queremos obrar con rectitud y hacer las cosas bien; pero bien sabemos que no
siempre es así, que somos débiles y pecadores y muchas veces hemos dejado meter
el mal en nuestro corazón y no todo lo que hacemos es bueno.
Con realismo tenemos que saber leer la parábola y
nuestra vida, pero también con la esperanza que el Señor quiere ofrecernos.
Aquellos criados querían arrancar la mala cizaña, pero el propietario tiene
otra forma de entender las cosas. Las deja crecer juntas, la buena y la mala
cimiente, espera hasta el final, donde será el juicio definitivo. Mientras,
podríamos decirlo así, está la esperanza del Señor sobre nosotros.
Cuando vemos el mal que nos rodea - y en eso nos es más
fácil ver el mal que nos rodea que el propio mal que hay en nosotros - sentimos
el impulso de pensar que por qué no se arranca de una vez para siempre ese mal
del mundo; si Dios es tan poderoso y tan bueno y justo, pensamos, por qué con
su poder no castiga ya todo ese mal que existe fulminando con un rayo que los
destruya a todos los que obran el mal. Así pensamos. Pero ¿cuál es el
pensamiento de Dios?
La parábola nos está dando pistas porque nos está
hablando de la paciencia misericordiosa de Dios que siempre espera nuestro
cambio y nuestra conversión. Cuánto nos habla Jesús de la misericordia de Dios
a lo largo del evangelio; cómo se manifiesta Jesús siempre misericordioso y
compasivo buscando el cambio y la conversión del pecador.
De ello nos hablaba ya el sabio del Antiguo Testamento
que escuchamos en la primera lectura. ¿En qué se manifiesta el poder del Señor?
‘Tu poder es el principio de la justicia,
y tu soberanía universal te hace perdonar a todos… juzgas con moderación y nos
gobiernas con gran indulgencia… obrando así, enseñaste a tu pueblo que el justo
debe ser humano y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado,
das lugar al arrepentimiento’. ¡Qué bellas y consoladoras palabras! El
Señor nos manifiesta su poder y grandeza no en la fuerza, sino en la
misericordia y el perdón. Por eso, teníamos que decir con el salmo, ‘Tú, Señor, eres bueno y clemente’.
Dios nos espera. Su misericordia está siempre presente.
Y ese amor y esa misericordia del Señor tiene que movernos a la conversión, a
que seamos buena semilla, buena planta que demos buenos frutos. Y de la misma
manera que sentimos y experimentamos esa misericordia del Señor sobre nuestra
vida, así hemos de mostrarnos nosotros con los demás. ¿Quiénes somos nosotros
para condenar? ¿Por qué tenemos que estar siempre mirando que el mal está en
los otros y no somos capaces de ver lo malo que hay también muchas veces en
nuestro corazón? Por eso, como nos decía el sabio del antiguo testamento ‘enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser
humano’. Podríamos recordar otras parábolas del evangelio.
Nos queda pensar, siguiendo con el evangelio que hoy
hemos escuchado, que esa buena semilla que hay en nosotros, aunque sea pequeña
como un grano de mostaza, hemos de plantarla también para que se haga planta
grande que llene de vida nuestro mundo. Esas pequeñas semillas de nuestro amor
y nuestra bondad, esos buenos deseos que tenemos ahí dentro de nuestro corazón
en la búsqueda de lo bueno, de la verdad, de lo que es justo, vayamos sembrándolas
en nuestro mundo porque así desde esas pequeñas cosas que hacemos podemos irlo
en verdad transformando.
Nos habla también Jesús, en la otra parábola, de la
levadura que hace fermentar la masa. Esa fe que tenemos en nuestro corazón,
esos valores del evangelio de los que nosotros queremos impregnar nuestra vida,
ese sentimiento espiritual que nos hace tender hacia arriba y nos hace buscar
cosas grandes tienen que ser granos de levadura que nosotros vayamos metiendo
en la masa de nuestro mundo, tantas veces tan materialista, tan afanado por el
consumismo, tan deseoso de placeres terrenales que le impiden dar trascendencia
a la vida.
Vayamos llevando esa levadura que tenemos en nuestra
vida a ese mundo que nos rodea, y aunque nos parezca que poco podemos hacer,
sabemos que basta un puñado pequeño de levadura para que haga fermentar toda la
masa. Es lo que podemos hacer con lo que tenemos de bueno en nosotros, con
nuestra fe y con nuestros sentimientos espirituales; es lo que podemos hacer
acompañando a nuestro mundo y sus problemas con nuestra oración y la vivencia
de esos valores espirituales y así podremos hacer en verdad que nuestro mundo
sea mejor.
Comenzábamos recordando las palabras finales de Jesús a
los comentarios que hizo sobre la parábola; ‘entonces
los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre’, y decíamos que
esas palabras eran de gran consuelo y esperanza. Pero diría más, son palabras
también que nos comprometen; hemos de
brillar como el sol en el Reino de nuestro Padre; han de brillas nuestras
buenas obras, como nos dirá Jesús en otro lugar del evangelio, para que todos den gloria al Padre del
cielo; hemos de resplandecer porque tenemos que ser buena semilla, levadura
que transforme nuestro mundo.
Es el compromiso de nuestra fe que tenemos que vivir de
forma concreta ahí en ese terreno de nuestra vida de cada día. Cada día tenemos
que hacer un poco mejor el ambiente en el que vivimos, la familia, los amigos
de los que nos rodeamos, el lugar de nuestro trabajo, allí donde hacemos
nuestra convivencia. Nos quejamos tantas veces que vemos tanto egoísmo, tanto
materialismo, tantas maldades. No nos quejemos sino pongamos nosotros bondad,
amor, solidaridad, alegría, paz, esperanza, ilusión. Contagiemos, como
levadura, de todo eso a los que nos rodean.
Y que nunca, de ninguna manera, nosotros seamos cizaña
porque nos domine el egoísmo o la maldad. En eso tenemos que aprender a
superarnos cada día. Y lo podemos hacer porque el Espíritu del Señor está en
nosotros y El ora en nuestro corazón con gemidos inefables, como nos decía san
Pablo, para pedir lo que mas nos conviene; pidamos esa conversión de nuestro corazón
para ser siempre buena semilla para los demás, levadura para nuestro mundo.
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