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martes, 22 de julio de 2014

Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma…

Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma…

Cantar de los Cantares, 3, 1-4; Sal. 62; Jn. 20, 1-2.11-18
‘Mujer, ¿por qué lloras?’, le preguntan dos veces a María, la de Magdala, que estaba fuera, a la entrada del sepulcro, llorando. Primero fueron los ángeles que, vestidos de blanco, estaban sentados, uno a la cabecera y otro a los pies donde había estado el cuerpo de Jesús.
‘Al amanecer había ido María al sepulcro, cuando aun estaba oscuro, y vio la loza quitada del sepulcro’. Había corrido a decirlo a Simón Pedro y a Juan, y ahora allí estaba llorando a la entrada del sepulcro. ‘Se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto’.
Grande era el amor de María por Jesús, que la había liberado de siete demonios, como dice el evangelista Marcos. ¿Será la misma María que se había atrevido a entrar en casa de Simón el fariseo para perfumar los pies de Jesús y lavárselos con sus lágrimas? Da igual. Mucho amor había en su corazón, porque sus muchos pecados se le habían perdonado. Había llegado hasta el pie de la cruz de Jesús. Era una de los pocos que llegaron hasta el Calvario con Jesús. Luego había mirado bien donde lo habían puesto para venir a embalsamarlo debidamente. Ahora no estaba allí el cuerpo del Señor. ¿Se lo habían robado? ¿Lo habían llevado a otra parte?
Ella estaba dispuesta a cargar con él si le decían donde lo han puesto. Por segunda vez le han preguntado del por qué de sus lágrimas y además le habían preguntado también ‘¿a quién buscas?’ ¿A quien iba a buscar sino a quien era el amor de su vida? Se había sentido profundamente amada del Señor que le había perdonado sus muchos pecados, y ahora tenía que seguirle amando. Tenía que saber donde encontrarle.
Pero Jesús estaba allí. Era quien le había preguntado. Solamente llamarla por su nombre ‘¡María!’ había suficiente para que a través del velo de sus lágrimas pudiera reconocerle. ‘¡Rabboni! ¡Maestro!’ y se había postrado a los pies de Jesús una vez más.
Pero para ella había una misión. Como dice de ella la liturgia bizantina era ‘Apóstol de los Apóstoles’. Había de ir a anunciar a los demás que era verdad que Cristo había resucitado. Si antes había corrido por las calles de Jerusalén loca de dolor porque no había encontrado el cuerpo del Señor Jesús, ahora correría pero loca de alegría para hacer el gran anuncio de la resurrección, para llevar la alegría pascual al resto de los discípulos.
‘Lo busqué y no lo encontré; me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma… ¿viste al amor de mi alma? Apenas los pasé, encontré al amor de mi alma’. Así escuchábamos el texto del Cantar de los Cantares, que bien podemos aplicar a María Magdalena a quien hoy estamos celebrando, pero que tendría que ser el cántico que saliera de lo hondo de nuestro corazón en ese deseo de encontrar a Dios, de encontrarnos con el que es el amor verdadero, el amor de nuestra vida.
‘¿A quién buscas?’, le preguntan a María y sería la pregunta que nos hiciéramos a nosotros mismos. ¿A quién buscamos? Ese tendría que ser el deseo hondo de nuestra alma, buscar a Dios y encontrar a Dios, buscar el amor verdadero y encontrarnos con quien es el amor verdadero de nuestra vida. Que no haya tinieblas en nuestros ojos para que podamos ver a Dios; que no haya velos de tinieblas de pecado en nuestra alma para que podamos encontrarnos con Jesús y recibir de El la salvación.
Eso tendría que ser siempre nuestra oración; ese llenarnos de Dios, porque con El nos encontramos y nos llenamos de alegría tendría que ser siempre el sentido de nuestras celebraciones. Ese tiene que ser el ardor que sintamos en nuestro corazón, como aquellos discípulos de Emaús para correr a la Jerusalén de la vida para encontrarnos con los hombres de nuestro tiempo y proclamar con toda valentía nuestra fe en la resurrección del Señor y todo lo que es la esperanza de nuestra vida.

Que con la intercesión y el ejemplo de María Magdalena, como pedimos en la oración litúrgica de esta fiesta. Tengamos la fuerza del Espíritu en nosotros para anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un día glorioso en el Reino de los Cielos

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