Un regalo del amor de Dios que quiere habitar en nosotros
Hechos, 14, 5-17; Sal. 113; Jn. 14, 21-26
‘Señor, ¿qué ha
sucedido para que te muestres así a nosotros y no al mundo?’, le pregunta uno de los apóstoles,
Judas Tadeo, a Jesús. Sentían algo especial en sus vidas cuando Jesús les
hablaba; apreciaban cómo Jesús se les manifestaba con profunda intimidad
dándose a conocer, aunque ellos a veces andaban como ciegos y no terminaban de
comprender todo lo que Jesús les decía y manifestaba. Se sentían queridos.
Algo así como nos pasa en la vida cuando sentimos que
alguien se desvive por nosotros, nos ofrece su amistad que nosotros creemos no
merecer, nos ofrece continuamente sus servicios dispuesto a todo por nosotros,
que nos preguntamos ¿por qué a mí? ¿qué he hecho yo para merecer una amistad
así? Nos sentimos abrumados, aunque también por supuesto agradecidos, en tanto
que recibimos de esa persona que nos aprecia y nos quiere, de ese amigo que así
se desvive por nosotros. Pienso que algo así les pasaba a los discípulos en
relación a cómo Jesús iba manifestándoles su corazón y su amor.
Jesús les ha dicho: ‘El
que sabe mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi
Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él’. Es el amor grande que Jesús les
está manifestando. Pero les dice más, porque no solo nos dice que se nos
revela, que nos está revelando y manifestando todo el misterio de su amor, sino
que además quiere habitar en nosotros. ‘El
que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a El y haremos
morada en él’. Dios que quiere hacer morada en nosotros.
¿Qué nos pide? Es la respuesta del amor; amamos a Dios
y en todo queremos hacer su voluntad; amamos a Dios y los mandamientos de Dios
van a ser ley y sentido de nuestra vida. Y Dios nos ama; el amor de Dios es
primero, ‘porque el amor de Dios consiste
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero’,
que nos dirá la carta de san Juan. O como nos expresará san Pablo ‘es que
siendo nosotros pecadores, Dios nos amó y entregó a su Hijo por nosotros’.
Pero en la respuesta que demos a ese amor de Dios el
amor se crece y se sobrealimenta, podríamos decir. Porque Dios nos amará con un
amor especial, tan especial que quiere habitar en nosotros. ‘Mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos
morada en él’. Es el regalo de Dios que recibimos desde nuestro bautismo
que nos convierte en morada de Dios y en templos del Espíritu Santo. Porque el
Bautismo es un derramarse hasta el derroche, podríamos decir, el amor de Dios
en nuestra vida, haciéndonos partícipes de la vida divina, por la que Dios
habita en nosotros y por la fuerza del Espíritu nos hacemos hijos de Dios, nos convertirnos
en templos del Espíritu de Dios.
Hoy ya Jesús nos anuncia la presencia del Espíritu
Santo en nosotros. Hemos venido diciendo que las palabras de despedida de Jesús
en la última cena son anuncio de una nueva presencia de Jesús en nuestra vida.
Desearíamos poder verle y palparle, escucharle con
nuestros propios oídos como le veían y le escuchaban los apóstoles y los
discípulos de Jesús en aquellos momentos de los que nos habla el Evangelio;
pero podemos en la fe, por la fuerza del Espíritu ver y escuchar a Jesús. Es lo
que hoy nos promete. ‘Os he hablado de
esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que
enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os irá recordando
todo lo que os he dicho’.
Creo que ante tanta maravilla de amor con la que Jesús
se nos va manifestando en lo que vamos escuchando en el evangelio nuestra
respuesta ha de ser la del amor, nuestra respuesta ha de ser de profunda acción
de gracias, nuestra respuesta ha de ser
el vivir una vida de santidad, sintiendo como hemos de sentir que Dios habita
en nosotros. Si Dios quiere habitar así
en nosotros, no cabe en nuestra vida el pecado; nuestra vida tendría que
resplandecer de santidad, porque nos sentimos llenos de Dios.
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