Cuántos motivos tenemos para permanecer en su amor, cumpliendo su mandamiento y amando como El nos ama
Hechos, 15, 22-31; Sal. 56; Jn. 15, 12-17
Ayer escuchábamos decir a Jesús ‘si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo
que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y he permanecido en su amor’;
hoy en continuidad total con lo que ayer escuchábamos nos dice Jesús cuál es su
mandamiento: ‘Que os améis los unos a los
otros como yo os he amado’.
Aparte de que estamos escuchando de forma continuada
cada día las palabras de Jesús en la última cena, por otra parte siempre que
nos acercamos a escuchar las Palabras de Jesús hemos de ver en su conjunto todo
el evangelio, sin aislar unos textos de otros, porque además en esa mirada de
conjunto podemos contemplar la totalidad de su mensaje y nos ayudará mejor a
comprender lo que Jesús quiere decirnos y que se convierte en Palabra de vida
para nosotros.
‘Este es mi
mandamiento…’ nos
dice Jesús. No puede ser otro que el del amor. Pero no es un amor cualquiera.
Ya ha venido diciéndonos que ‘como el
Padre me ha amado, así os he amado yo’. Su amor es reflejo del amor del
Padre, que tanto nos amó que nos entregó a su Hijo único. Y con un amor igual
nos ama Jesús al que vemos entregarse por nosotros hasta el final. Hoy nos dirá
que ‘nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos’.
Así nos ha amado El, dando su vida por nosotros para
que tengamos vida. Pero ahora nos dice que nosotros hemos de amar con un amor
igual. En su mandamiento nos dice que tenemos que amarnos como El nos ha amado.
‘Que os améis los unos a los otros como yo os he amado’.
Pero es que con lo que continúa diciéndonos Jesús nos
tenemos que sentir impulsados a amar con un amor así. Nos habla de cómo se nos
ha revelado, nos ha manifestado lo más hondo de su corazón. No nos puede llamar
siervos, nos dice, porque nuestra relación con El es ya distinta. ‘El siervo no sabe lo que hace su Señor; a
vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer’.
Y el amor que el Señor nos tiene es un amor personal y muy concreto a cada uno de
nosotros. El nos ha elegido y nos ha llamado por nuestro nombre. Nos recuerda
lo que nos decía cuando ha hablado del Pastor y del rebaño; el buen pastor conoce
a sus ovejas y a cada una la va llamando por su nombre. Así nos ha elegido a
nosotros, así es su amor. ‘No sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure’.
Cuántos motivos tenemos para permanecer en su amor,
cumpliendo su mandamiento y amando como El nos ama. Son los frutos del amor a
los que estamos destinados, lo que tenemos que ofrecer con nuestra vida. Será
nuestro distintivo; será por lo que seremos reconocidos sus discípulos; será el
testimonio que demos y que atraerá a los otros para que vengan también hasta
Jesús. Si los cristianos nos amáramos más, si en verdad viviéramos
comprometidos siempre en un amor así como nos pide y nos enseña el Señor,
serían muchos más los que se acercarían a la fe, a conocer a Jesús y sentirían
en el corazón el impulso a seguirle también.
De eso tenemos que ser testigos, unos testigos del amor
que hará que todos lleguen a reconocer a Jesús. No sólo son nuestras palabras
las que tienen que gritar nuestra fe en Jesús, sino que han de ser
principalmente nuestras obras del amor. Si en verdad creemos en Jesús no
podemos ser raquíticos en nuestro amor a los demás, porque nuestra obligación
sería amar con un amor semejante al de Jesús. Nos cuesta; nos hacemos tantas
reservas para nosotros mismos; nos parece que si en nuestro amor compartimos
lo que somos o lo que tenemos, luego nos queríamos nosotros sin nada; eso
denota la pobreza de nuestro amor y de nuestra fe.
Que venga el Espíritu del Señor y nos renueve por
dentro; que venga su Espíritu y transforma nuestros corazones para que
realicemos con generosidad las obras del amor.
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